Ayer. Iba andando como contando los pasos. Con la capucha puesta, aunque no llovía. Pero es que el aire cortaba, y se me había olvidado coger la bufanda. Casi sin cuello, totalmente encogida. Con las manos metidas en los bolsillos y todo el pelo amontonado a la altura de la nuca (bufanda improvisada).
Cuando llegué a la altura de su portal, miré hacia arriba, a su destartalado balcón. Estaba todo cerrado, algo normal, obviamente. Pero me vino un flashback de cuando lo tenía todo abierto. “Pero tú estás loco? Hace frío! Cierra los balcones!”, le decía yo. Él me contestaba que la casa era tan fría que así, de esa forma, se equilibraba la temperatura. “Sí claro, y por eso nunca te quitas la bufanda y justo ahora (encima!) llevas puesto el abrigo…”. Él se encogía de hombros y no contestaba. Me abrazaba. Y punto. Pero ahora, tal vez por el ruido de la calle, además de por el frío, lo tenía todo cerrado. Supongo que en ese momento supe que las cosas habían cambiado. Que los dos habíamos cambiado.
Él bajó. Yo le sonreí. Me acordé de cuando entonces, y de cuando después. Le vi como siempre pero diferente. “Te has cortado el pelo”, fue lo primero que se me ocurrió decirle. Pensé en si llegaría el día que no se me ocurrieran frases buenas que decir estando juntos. Luego recordé que con él no tenía que actuar, que nuestra bonita historia de no-amor nunca fue algo premeditado ni fingido. Lo nuestro sólo fue una historia escrita en papel de pentagrama.
La calle era distinta. Su abrigo era otro. Un par de cervezas más tarde me contó que se iba. Que volvía a su lugar de origen, a sus raíces. Que quería (o necesitaba) pisar tierra.
-Sabes lo que dejas aquí si te vas…no?
-Sí. Pero a mi familia no la puedo dejar. Verás, todo puede cambiar, pero ellos son quienes siempre están ahí.
-Pero…y…?
Pensó durante unos tres segundos y sentenció…
-Estos días me he dado cuenta de que esos cabrones son lo único que tenemos.
Siempre me hacía gracia que dijera palabrotas con su acento inglés. Sonaba hasta bonito. Él en sí sonaba bien en ese momento. Por primera vez en cuatro años, le vi los ojos empañados. Los tenía pequeños y almendrados. O no. Soy un desastre para hablar de ojos. Se hizo el silencio. Todos y cada uno de nuestros momentos parecían granos de arena en comparación con lo que veía ahora mismo en ese par de ojos marroverdosos. Habíamos crecido. Habíamos crecido juntos y separados, de todas las maneras. Pero él seguía tocándome la mano cuando se ponía nervioso, y yo seguía poniéndome sus gafas cuando no sabía qué hacer.
Inventario. Mi cerebro iba haciendo inventario conforme me hablaba de cómo recorrer el mundo en ochenta días. Empezó a hablar de Asia como si estuviera a tiro de EMT. Me habló de maletas y de cajas. De cajas pequeñas para tantos recuerdos, de maletas llenas de tierra, de la tierra que él quería pisar. Pidió otra cerveza. Yo aún tenía la primera a medias. Lenta, siempre. Cambié de tema.
-Te acuerdas del día que te encontré dormido en la puerta…?
-Eso pasó…? Dormido…? Estaría borracho no?
-Sí. Te desperté. Tú te asustaste y dijiste algo que no entendí. Te metí en la cama. Mientras luchaba con tu ropa y el edredón, dijiste algo que aún recuerdo a veces. Tú no te acordarás. Los borrachos tenéis esa ventaja.
Me reí, igual por el efecto del último trago de cerveza. Él se quedó pensativo. Me tocó la mano. Y yo me puse sus gafas otra vez. Ponerme sus gafas era una costumbre que me costaba abandonar. Ojo derecho miopía. Ojo izquierdo algo menos de miopía. Cristales, nivel de limpieza mejorable. Ponerme sus gafas era verlo todo a través de sus ojos. Creo que muchas veces lo hacía para conseguir entenderlo mejor, o tal vez incluso para entenderme mejor a mi misma. Y porque me gustaban, me gustaba mi cara con ellas.
Se levantó de la silla y me miró con esa mirada suya tan mía. Y habló.
-Me acuerdo de esa noche. Tampoco había bebido tanto.
Me sonrió. Y sentí cuatro años enteros abrazándome de nuevo. A puertas abiertas, con los balcones de par en par.
Nadie está para siempre, supongo. Todo cambia. Todo avanza. Maduramos, cambiamos, hacemos amigos nuevos, nos echamos novios más o menos duraderos, buscamos nuevas metas, nuevos sueños que cambian al ritmo de nuestras posibilidades. Cambiamos de pelo, de ropa, de casa, de trabajo. Cambiamos de piel.
Pero al final todos buscamos pisar tierra firme. Hacer maletas y llenarlas de lo único que realmente merece la pena. Tal vez, él tenía razón. Tal vez, todo lo que realmente vale la pena lo tengamos sentado a la mesa cada día, sin darnos cuenta. Tal vez, esos cabrones, como dijo D, sean lo único que tenemos.
Buenas tardes. Y feliz año.
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