A veces, solo a veces, me reía de tu música. Eso que escuchas parecen cánticos de catequesis para niños. Me duermo. Parece que estemos en misa. Venga va. Quítalo. Y tú, durante unos instantes, apartabas la vista de la carretera y clavabas los ojos en mí mientras fingías sentirte ofendido. Y luego, risas.
Nunca te dije que, en realidad, me gustaban esas canciones.
Hace poco.
Joey Tribbiani escondía en el congelador El Resplandor porque le daba miedo leerlo. Hace algunas semanas volví a ver ese capítulo y me pareció una idea realmente tierna e inteligente. El congelador: ese genial lugar en el que poder meter -yo también- todo lo que me asusta. Porque, a ver, ¿por qué no hacerlo? Y así, organizando los restos de comida para dejar huecos libres, decidí que, lo primero que quería destinar a un futuro bajo cero, era lo que más me aterraba: no volver a verte nunca más. Y perderme tantas cosas. Los planes. Las legañas llenas de ‘no quiero ir a trabajar’ cada mañana. La voz tomada de finales de invierno, con este frío tan tonto que se clava en la garganta. Los nuevos destinos. Los sueños cumplidos. Silencio. Siempre he pensado que lo que más duele es esa palabra que no se olvida, por más que lluevan los años; ahora sé que, lo que realmente te hiela las entrañas, es ese tipo de silencio que te rompe por dentro sin importar cuántas veces te hayas regenerado ya.
Y, entonces, ahogas islas. Coses los labios, cierras la piel y miras hacia otro lado. Y mueves los dientes, diciendo que no, que ya está bien de aceptar, sonreír y seguir, por más que te quemen los dedos, el aire y la ropa. Entre otros cuantos millones de cosas.
Hoy.
Estaba pensando, al terminar de comer, que mientras yo aprendía a vivir de nuevo, construyendo mi casa, mis cosas, mi nuevo rostro, mi nuevo todo, mientras yo aprendía a ser la vencida sin poner en tela de juicio si aquello era realmente la verdad o no, algo muy frío se derritió. No. Tú no has perdido nada, me he dicho, llegando a una firme conclusión.
Nena, pierde quien huye del amor, dejándolo envejecer rápido y mal, dejándolo marchitar. Pierde quien suelta la mano a la alegría, sabiendo que podría caminar a su lado si quisiera, y que no lo hace por miedo, dudas o simple comodidad. Pierde quien muerde la mano que le dio de comer y hasta los pulmones para respirar, quien no es capaz de valorar lo que sabe, firmemente, que en ningún otro lugar -muy probablemente- encontrará. Pierde quien, intuyendo la verdad, no es capaz de enfrentarse a ella. Pierde la sonrisa, el afecto, la luz. Y, entérate, lo pierde todo, porque te pierde a ti.
No, pequeña, tú no has perdido nada. Porque incluso estando bajo cero, consigues ser abrigo. Porque, a riesgo de congelarte, te quitas la chaqueta para poder calentar a quienes más quieres. Porque eres risa, ceño fruncido de preocuparte tanto por los demás, café a primera hora de la mañana y moneda de dos euros en el bolsillo de los vaqueros con la que no contabas. Eres todo lo que necesitas para ser feliz. Y lo mejor de todo es que ya lo sabes. Porque tanto trabajo no ha sido en vano. Porque de cada nube eres capaz de sacar una puñetera canción pegadiza. Porque supiste cuándo dejar de depositar la fe en algo que no te mereció, para colocarla entera, por justicia y por amor propio, dentro de tu alma.
Si eso no es de valientes, ojo, que baje el universo entero y que lo vea.
Ahora.
Si he de ser sincera una vez más, diré que ya no hay miedo.
El próximo viernes 7 de febrero, a las 19:00h, estaré en Casa del Libro del Paseo de Ruzafa para presentar El silencio de las flores junto a mi compañero de editorial Miki Garofalo.
¡Os espero!