Desde que acepté el desafío de escribir una pequeña reflexión diaria, los temas bullen en mi cabeza sin descanso. Cualquier suceso de mi vida cotidiana es bueno para redactar un comentario, más o menos acertado, pero sin duda fruto de mis meditaciones. Lo que hoy escribo tiene que ver con un vestido, o mejor, con la cascada de emociones que ese vestido ha generado.
En estos días ando ocupada preparando el outfit (mi querida amiga Françoise, tan francesa ella diría la toilette, que queda mucho más chic) para una celebración familiar en la que, después de más de diez años, estaremos todos los componentes de la familia. Por ambos lados... Lo que quiere decir que hay que estar impecable porque son muchos los ojos que se posarán sobre una para determinar lo bien o mal que te ha tratado el tiempo. Y la edad. Y la vida... en fin, que no sé si tomarme una copita de Dubonet para celebrarlo o directamente una taza de tila.
Quienes me conocen saben de sobra que el paso de los años ha redondeado mis formas (finísima forma de decir que he engordado como un pavo antes de nochebuena) y seguramente con eso es con lo que mucha gente se quedará. Pero lo que la gran mayoría no sabe es lo que ha adelgazado mi personalidad: menos miedos, menos inseguridad, menos prejuicios... ¿no es esto lo que cuenta? Como dice mi queridísimo José Carlos "tanto preocuparnos por el peso si total, dentro de ochenta años estaremos todos delgadísimos"... humor negro donde lo haya...
Y con esto llego a mi meditación de hoy. Si dejamos a un lado el tema de la salud y nos centramos en lo estético, es espeluznante ver -y comprobar- la obsesión que tenemos hoy en día con la imagen física. Pareciera que el estar delgado es el pasaporte para la felicidad. Cuidamos el cuerpo hasta unos extremos que rozan lo absurdo mientras cuidamos poco o nada lo más importante que hay en el ser humano: su alma, espíritu o esencia, como lo queramos llamar. Gastamos más y más energía en cuidar los alimentos que consumimos, las calorías que gastamos, el tiempo que dedicamos al ejercicio... ¿y el alimento del alma? ¿Cuidamos lo que leemos, lo que vemos en televisión, en el cine? ¿Las conversaciones que mantenemos con los demás? ¿Las opiniones que tenemos sobre los otros? ¿Y sobre nosotros mismos? ¿Cuidamos lo que pensamos? NO. Así, rotundo y escueto. NO.
Porque no hay más que hablar con la gente, rascar un poco para quitar el barniz de lo pseudo cultural y ver cómo respira el personal. Los temas de conversación en los bares, en los mercados, en las cafeterías... el interés por lo trascendente es inversamente proporcional al interés por lo prosaico. Mucho fútbol, mucho concursito de televisión, pero poco estudio y menos reflexión. Y con esto no quiero decir que seamos todos iguales; en una sociedad hay de todo, como en botica, y cada caso será un mundo. Pero la tónica general es la que es y no podemos negar que hoy en día hay muy poco interés por la cultura.
Y volviendo al inicio de mi tema de hoy, no se me ocurre el desatino de pensar que los delgados son incultos y los gordos cultos. Semejante estupidez no cabe en mi cabeza, pero sí que hay una cierta tendencia a identificar a los gordos con los excesos y a los delgados con la salud, lo que podría ser verdad en muchos casos, pero no en todos. ¿Os suenan las palabras anorexia, bulimia? Son excesos. ¿Y desajuste hormonal, hipotiroidismo? Son enfermedades...
Como vemos no se puede generalizar, cada persona es en sí misma un cúmulo de circunstancias y sería maravilloso que cuando conocemos a alguien, consiguiésemos ir más allá de su apariencia física y ver en su interior porque igual encontramos verdaderas sorpresas. No siempre somos lo que parecemos, aunque es verdad que deberíamos parecer siempre lo que somos.