Prisas, gente, stress, ¡rápido, rápido, que se nos va el tiempo!. Tiempo, tiempo... ¿para qué?, ¿para perderlo en conversaciones futiles, en vanos parloteos que no llevan a ningún sitio?. ¿Para ahogar la propia insatisfacción en litros de alcohol, en toneladas de citas frágiles, como las huellas en la arena que tan pronto pasa la ola, perecen?. ?No tenemos poco tiempo, es que hemos perdido mucho?[1], decía Séneca. Y así, buscando el tiempo perdido, corremos de un lado para otro afanados en mil ocupaciones, atendemos un sinfín de compromisos, llenamos la mente con tantos quehaceres cotidianos que poco o ningún hueco nos queda (o dejamos) para la reflexión. Y es que, en realidad, nos da miedo hablar de las cosas esenciales, de lo importante; prohibimos tácitamente palabras como Dios, Alma o Espíritu; no son propias del hombre moderno, dicen, al que le sobran ya ese tipo de cosas, porque ?no las necesita?. Todo va bien, no hay que complicar, somos ?modernos?.
El hombre moderno... Un hombre que agoniza en un mundo enmascarado, cubierto de formas multicolores de ilusión. Un hombre enredado en su propia trampa de vanidad; un hombre que se ufana de sus posesiones pero que no posee nada más que ignorancia, hija que es de su escepticismo. El hombre, más que nunca necesita reflexionar, que es además lo propio de su condición humana. Y esta reflexión no ha de venir entre alborotos y bullicios, sino en una sana y justa soledad.
Soledad, una palabra que parece maldita, aborrecida por las masas, repudiada de tan temida su presencia. Sin embargo, es necesaria. El hombre necesita meditar en soledad para aprender a vencer el miedo, para mirar frente a frente su verdadero rostro, para conocer los motores ocultos que lo mueven; para conocer su destino, de dónde viene y a dónde va.
La soledad es como el aire; sin aire no podemos respirar, sin soledad no podemos ser hombres. En ella hallamos cobijo y consuelo cuando el dolor llama a nuestra puerta; a ella acude el poeta cuando de su alma han de brotar los versos más hermosos. Cuando queremos comulgar con el Universo, cuando buscamos a Dios en las estrellas, cuando queremos fundirnos con la Naturaleza en un abrazo que no tenga fin... La soledad es la Señora de los grandes Ideales y es la Madre de todos los idealistas. Compañera infatigable del silencio, la soledad es una grata medicina para el alma.
Hay, sin embargo, otro tipo de soledad, la que nos impone la vida. Y esa es la que pesa. Esa es la que hace interminables las horas, los días, los meses... esa es la que nos roba el aliento, la que nos hiela la sangre en nuestras venas, la que silencia nuestros cantares. La que nos sume en un océano de inercia y nos arrastra por la vida como la corriente en el mar. Así la soledad nos engulle y devora poco a poco nuestra esperanza. Mas el hombre, en aras de su voluntad, logrará superar esta prueba de la Vida. La soledad no es un castigo. Si el hombre nace y muere solo, entonces la soledad es un preciosísimo instrumento para abordar el viaje a que todos, antes o después, estamos destinados. Un viaje hasta lo más recóndito de nuestro Ser, que nos llevará a encontrar los gérmenes de lo que somos, en potencia o en acto; a nuestras causas primeras que llevan implícitas desde el pasado nuestro futuro. Un viaje interior que nos llevará a través de nuestra personalidad, de foco en foco, para conocerla y transformarla, para abrir un camino de fuego en busca del Morador Silencioso que espera, desde el fondo de su cueva, al Hombre que lo ha de llevar del reino de las Sombras al mundo de la Luz.
[1] Sobre la brevedad de la vida, 1, 3.