Hay veces en que el misterio se asoma a nuestra ventana cuando menos lo imaginamos. Por la calle, en una conversación, en el vuelo de un pájaro, en el brillo de una estrella... Sólo podemos verlo si estamos atentos, si vemos en lugar de mirar, si escuchamos en lugar de oír... tal vez así se expresaría El Principito. El misterio, aunque me gustaría llamarlo mejor la Naturaleza, con sus secretos velados, se abre para nosotros si observamos los detalles de todo cuanto nos rodea. Si hacemos oídos sordos a los mil y un ruidos que nos acompañan y abrimos nuestra mente a la contemplación... No siempre se logra, porque no es fácil ver el rostro de lo sagrado; pero cuando conseguimos atisbar aunque sólo sea un breve reflejo de su velo, nos llena de emoción, aunque no lleguemos a comprender su significado.
A mi me ocurrió una vez, paseando por un antiguo claustro. Había decenas de personas, turistas como yo, fotografiando, como yo; riendo, hablando y desplazándose apresuradamente de un lado a otro sin apreciar la belleza del lugar. Decidí sentarme en uno de los bancos de piedra que había por el corredor y contemplar los grabados en los capiteles, tratando de comprender algo de aquel maravilloso y enigmático lenguaje, que tanto hoy nos fascina y del que tan poco sabemos. Al mirar hacia un lado descubrí una exuberante hiedra asomándose por los vanos de las ventanas; de un verde brillante, trepaba por los muros agarrándose con fuerza a la piedra centenaria, adornando las desgastadas arcadas y dando una nota de color al triste y solitario claustro, sin vida ya desde hacía tanto... No sé lo que me animó a levantarme y dirigirme hacia allí, pero una oleada de belleza me inundó y sentí como una oración brotar de mi alma al contemplar tan bello espectáculo: la vida abriéndose camino por entre las frías y ajadas piedras.
Para mí fue una enseñanza de la Naturaleza, allí donde menos podía imaginar: la vida siempre encuentra un camino por el que abrirse paso. No importa cuánta tristeza sientas en tu corazón, ni cuánta desesperación albergues en tu pecho; ni cuánto desánimo o cansancio o impotencia... la vida siempre se abre paso. En el verde de las hojas de aquella hiedra, encontré un rayo de esperanza que no me ha abandonado hasta hoy.
Y siempre que me siento decaer, hago como ella, me agarro a las ruinas de mi desdicha y empiezo a trepar por entre el frío de la desolación, haciendo brotar hojas de alegría, de entusiasmo y de esperanza, para adornar mi vida con sus flores.
Carmen Morales