Vistas de Mutriku desde el Camino de Santiago
Desperté despacio, a pesar del bullicio que las gaviotas provocaban desde los primeros rayos de sol. La costa del mar Cantábrico tampoco da tregua por las mañanas.
En pocos minutos ya estaba disfrutando de un desayuno más liviano de lo habitual, en un coqueto local ubicado en una de las plazas empedradas del casco antiguo de Mutriku.
La salida de Mutriku
Al acabar mi desayuno, me encontré en medio de aquella escarpada ensenada que protegía Mutriku de vientos y tempestades; a la vez me impedía divisar una vía de escape por donde retomar el Camino.La salida que no atinada a visualizar, debía situarse mucho más arriba, así que piqué hacia un cielo aún cubierto y me lancé en pos de las socorridas flechas amarillas, sabedora que ellas nunca pierden su rumbo.
Flecha amarilla en el Camino del Norte cerca de Mutriku
Subir más y más, ascender sin tregua para luego volver a ganar altura. El límite siempre es el cielo.
Se trataba de una pendiente dura aunque progresiva. Al ritmo de un martillo pilón, como Ben-Hur en galeras, caían los kilómetros junto con las escasas energías acumuladas en el cada vez más lejano desayuno.
La acogida de Olatz
Sin más incidencias llegué aún con la fresca a la ermita de San Isidro de Olatz, donde mi mente albergaba la esperanza de encontrar la taberna del lugar abierta, justo enfrente del templo.Ermita de San Isidro al pie del Camino de Santiago
No hubo esa suerte esta vez y además la lluvia arreciaba por momentos. Malos vientos para el viajero de a pie, aunque nunca la suerte es totalmente esquiva.
En cambio sí encontré otro tipo de fortuna, ésa que acompaña a todo buen peregrino, sostenida por el siguiente aforismo:
El apóstol –o el Camino– proveerá.
Un parroquiano que residía por aquellos lares, cultivaba un pequeño huerto copado por árboles frutales. Llamó mi atención para surtirme de buenas piezas de fruta, tras zarandear algún que otro manzano y más de un peral.
El apóstol a veces aprieta en el Camino de Santiago, pero nunca suele ahogar demasiado, sobre todo si nos ajustamos a las antiguas reglas no escritas del peregrino.
El tramo más largo
Aquella fruta fue suficiente comanda para los más de 16 kilómetros de sendas de la media montaña vasca que me esperaban por delante, sin ningún lugar intermedio donde poder avituallarme.La lluvia siguió impenitente durante la mayor parte de la calzada aún asfaltada. Los tupidos bosques casi achicaban las gotas de agua antes de caer heladas sobre mi cabeza.
Subida desde Olatz hacia el tramo que lleva a Markina
Los frondosos árboles hacían también bajar un poco más la temperatura del ambiente, sometido a una infinita penumbra por las nubes y las hojas; así era muy difícil calentar las piernas pese a la pendiente del camino.
Aquello sólo duró un pequeño intervalo de tiempo; en apenas unos cientos de metros, la dificultad del terreno me ayudó a subir la temperatura de todo mi cuerpo, y claro, comencé a sudar bajo mi impermeable poco dado a la transpiración.
Agua por dentro y más agua aún por fuera. Si hubiera bajado demasiado la temperatura exterior, me hubiera expuesto a un enfriamiento en cualquier parada por descanso.
Subí tanto aquel día, que desde una de las atalayas naturales de esta etapa, pude divisar las montañas, sus valles y el mar de fondo en un mismo marco de fotografía para recordar de por vida.
Vistas desde el Camino del Norte cerca de la cima de la etapa
Hice una pausa durante el instante en el que el sol aparecía tímido entre las nubes pero caliente. Suficiente para no enfriarme con mi propio sudor.
Lo cierto es que caminar con lluvia no es lo que más me gusta, pero cuando no queda más remedio… Aquí os dejo un post para “sobrevivir” haciendo el Camino de Santiago lloviendo.
La vida de los otros
Me puse a contar los caseríos que surgían diseminados entre los valles, lomas y prados que tenía ante mí.Había algunos verdaderamente situados a una altura muy considerable, aislados como pequeños reductos defensivos ante una naturaleza hostil para un viajero cómodo.
Paisaje con los caseríos vascos diseminados en sus prados de montaña
Me entretuve imaginando la vida de sus habitantes en aquel lugar tan inhóspito, lejos de cualquier vía de comunicación convencional.
Sí, como aquella película basada en la guerra fría “La vida de los otros”, donde esta vez yo era la espía pero sin ningún afán delator, sino más bien con unas aspiraciones mucho más constructivas.
Desde luego nadie podría poner en duda que este entorno forja el carácter de sus habitantes, que a pesar de su aislamiento, poseen un innato sentido de la hospitalidad al peregrino, a cualquier viajero nómada en definitiva.
Recuerdos de un tramo inolvidable
16 kilómetros de Camino con naturaleza dan para muchos silencios y no pocas bellas estampas. Imposible describir con palabras, por eso siempre invito a recorrerlos para poder escoger cada uno las suyas.Bajada hacia la villa de Markina
Mis recuerdos están aún a buen recaudo, aunque entre las gotas de lluvias alguna fotografía robé al mal tiempo, con la firme promesa de regalarme para mi próximo viaje una cámara a prueba de agua.
Entre valles y montañas, entre verdes escenas impolutas por el agua caída que todo lo purifica, me metí de lleno en una bajada muy pronunciada y sin frenos que me llevó hasta la población de Markina.
La villa de Markina
Pueblo fundado hace más de 600 años que aún conserva su carácter medieval en su casco antiguo; con sus 3 calles longitudinales y una traversa, alberga templos, conventos y palacios, sin duda un rico patrimonio que merece la atención del viajero de una sola noche.Convento y albergue de peregrinos de Markina
Tras semejante “tobogán” final, me encontré de cara con uno de esos restaurantes con oferta especial al peregrino.
Casi siempre suelo huir de sitios así, quizá un prejuicio no muy racional, en detrimento de establecimientos más frecuentados por los locales, casi siempre alejados del centro. Sin embargo el hambre, que suele ser mala consejera, me envolvió y me sedujo a entrar al escuchar rugir mi estómago.
El ambiente interior era muy peregrino: risas, guiños y brindis por la dura etapa completada. No era para menos, dado la que nos había caído encima a todos y cada uno de los que allí nos encontrábamos.
“¿Y tú qué quieres?” Fue el primer contacto con la camarera del Vega, muy directo pero efectivo. Enseguida ordené un guiso que me dio el calor sufiente para secar la humedad acumulada durante del día.
Buena comida en definitiva, mejor ambiente. Resultó que el hambre en este caso fue el mejor de mis consejeros, dejando a mi instinto viajero varado hasta mejor ocasión.
La ferrería
Gontzal me vino a buscar. Hijo de montañero que hizo cumbre en el Everest, sabía entender a la perfección los apuros de los grandes viajes mochileros.La ferrería de Gontzal a las afueras de Markina
Sin duda en sus genes había quedado grabada la herencia de su padre: el amor por la aventura en armonía con la naturaleza más auténtica, que por estas comarcas había para tomar y regalar.
La ferrería familiar que regenta Gontzal, reconvertida hoy en alojamiento con un exquisito gusto, respetuosa con su antigua estructura de piedra iba a ser a la postre la guinda final a una de las etapas hasta ahora más duras de mi Camino del Norte.
Aquel día se convirtió en uno de esos momentos donde te apetece regalarte con un homenaje por el trabajo bien hecho.
Y créeme, llegar hasta Markina por dónde lo hice y cómo lo hice, se puede considerar un esfuerzo con derecho a recompensa.
La cena estuvo en línea con la acogida; recuperé mis fuerzas y dormí en paz con el silencio de la noche. Aquella vez las bulliciosas gaviotas de Mutriku quedaron muy atrás.
Senda del Camino del Norte cerca de Markina
Afrontar la etapa siguiente con garantías de disfrutar fue y es mi objetivo diario. Todo nómada posee una tradición no escrita que debe cumplir cada día para que exista un siguiente.
¡Buen Camino!