Pero es que es con todo. Deberían darme un título por todos estos años metiendo la pata. El otro día, sin ir más lejos, mientras trabajaba la cagué. Estaba con una compañera diciendo por lo bajini que no me gustaban los pendientes nuevos que habían llegado, que parecían los aros de los chinos que llevaban algunas en el instituto. En ese preciso instante, apareció una chica como de la nada. Se me atragantaron las palabras. Tosí. Carraspeé. “Jeje” incómodo. A los pocos segundos, estaba en caja cobrando los pendientes a la chica, comentando lo monos que eran vistos así, de cerca.
Pues así con todo. Os podréis imaginar también cómo va mi faceta de Community Manager. No hace mucho, estuve a nada de publicar en Instagram “cacahuele”, en lugar de “cacahuete”. Por no mencionar todas las veces que me toca mirar más de dos veces si estoy poniendo el emoji feliz o el cabreado. Porque os aseguro que cambia el tono del copy… Y MUCHO.
Y es que… ¿qué se puede esperar de una persona que tiró las llaves al contenedor y que le tocó entrar a buscarlas?
Y claro. Siempre pienso, con pesadumbre en el pecho, que soy patética. Pero no en plan drama. Ni me fustigo ni lloro por mi patetismo… de hecho, creo que es más bien todo lo contrario. Me gusta ese punto ridículo que me sale cuando me tropiezo por la calle o cuando saludo y no me ven. Es algo como que me hace sentir… no sé, diría que más humana. Por eso, hoy he creado un nuevo término: Patnífica. Porque ser patética también puede significar ser magnífica.
El otro día me pasó algo (más bien, escuché algo) que me hizo click. Estaba en el trabajo,
Por la ubicación de mi trabajo (de uno de los dos), veo a diario a muchas señoras bien. Señoras que no tienen que preocuparse por trabajar ni por llegar a fin de mes. Señoras cuya máxima preocupación tiene poco que ver con las preocupaciones de la gente normal (dejando a un lado las preocupaciones que realmente dan sentido a la palabra preocupación, que evidentemente se relacionan con la salud y que no entienden de cuentas bancarias).
Algunas veces, escucho conversaciones que me dejan de piedra. Pero no por nada, sino por la incredulidad que me genera pensar que, en los años que corren, siga habiendo tanta clase, tanto estrato, tanta diferencia. Y no lo puedo evitar. Siempre que veo a esas señoras que llevan bolsas de tiendas caras y el pelo cardado hasta el cielo, pienso en mi madre. No la conocéis, pero mi madre es la patnífica por excelencia. Para que os hagáis una idea, un día salió con un algodón pegado en la frente y no se dio cuenta hasta que llegó a casa (pasaron seis horas). Otro día, olvidó pasar por el cesto de la ropa sucia antes de salir de casa, y se fue con el bolso cogido del brazo y con un calcetín enroscado. En otra ocasión, apoyó la cartera del dinero en el limpiaparabrisas del coche (vaya usted a saber por qué), y condujo así, hasta llegar a su destino. Otra vez, a mitad rotonda, se le abrió el maletero. Anteayer, metió las gafas en el congelador. Lleva confundiendo los nombres de mis mejores amigas así como… ¿25 años? Y así hasta mil cosas más. Supongo que de tal palo, tal astilla.
Y siempre que veo a esas señoras con sus abrigos de pieles y sus miradas altivas, dirigiéndose a mi con un “schssssssssssssss, schhsssssssssssss, tú, sí tú nena, ven”, me dan ganas de gritar… ¡QUE NO SOY UN GATO, SEÑORA! Y me acuerdo de mi patnífica por excelencia. Ella, mi madre, la mujer de los mil despistes y las mil situaciones cómicas, nunca en su vida ha hablado mal a ninguna dependienta. De hecho, siempre emplea palabras como “cariño, bonica o chata“. Y en esos momentos, cuando la escucho, me siento más orgullosa que nunca de ser su hija, su astilla caída, su reflejo patnífico. Y entonces, cuando me acuerdo de ella, me siento zafia, absurda e imbécil por quejarme tanto de todo a diario. Ella se queja a veces también, es verdad. Pero tendría que verme yo a los sesenta y dos, con más teclas que un piano y trabajando: inaguantable, seguro.
Por ello este post es para ella. Porque se lo debo. Porque no recuerdo el último día en que le dije lo orgullosa que me siento de ser hija suya. Tal vez nunca se lo haya dicho.
Así que gracias, patnífica, por ser nada patética y todo magnífica. Por enseñarme que nadie es más que nadie. Por hacerme moñas pero risueña, llorica pero fuerte, responsable pero natural. Y muy patética. Ah no, patnífica. Por inculcarme aquello de “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”. Por enseñarme que no hay nada que se consiga sin esfuerzo. Por demostrarme que por los hijos, una es capaz de dejarse la piel luchando. Por avisarme si voy mal vestida. Por alertarme cuando alguien no te gusta, porque no te sueles equivocar. Por estar, por respirar, por ser mi hombro y mis pies. Por creer en mi y en mis sueños. Por ser la primera persona que empezó a leer mi libro.
Y espero que sigas metiendo las gafas muchos más años en el congelador.
Porque, que no se te olvide: mi casa, lo que yo entiendo por casa, sigues siendo tú.
De M. para M.
<3
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