Hoy acercamos el objetivo de la cámara virtual de Gretur Viajes a uno de los emblemas turísticos más visitados en Bilbao desde el año de su inauguración, 1997. Obra maestra para algunos, horroroso monumento a la artificialidad material del siglo XXI para otros, lo único cierto es que este impresionante diseño de Frank Gehry no deja indiferente a nadie.
La sombra de este gigantesco monolito de titanio, cristal y piedra se cierne sobre uno de los barrios más populares de Bilbao, el de Abandoibarra, una zona con vistas al río que ha visto cómo se multiplicaban por cien mil el número de visitantes que pulula por sus calles en cualquier estación del año. Las cifras de esta extraña mezcla de monumento, catedral moderna y patio de corralas fururista son tan pasmosas como esa mezcla de materiales nuevos y viejos con los que el arquitecto decidió alzar su creación: 24.000 metros cuadrados de extensión, 10.500 metros cuadrados dedicados a exposiciones plásticas en 19 galerías. Todo curvo, volumétrico, sin el mínimo resquicio de la linealidad que tanto agradecen los ojos cansados de los visitantes más convencionales. Atravesamos el altísimo vestíbulo principal que da la bienvenida a esta “madre de titanio” y nos encaminamos a nuestra derecha, hacia una llamativa puerta amarilla por la que se accede a la llamada sala “Zero Espazioa“. Aquí ya vamos sintiéndonos como auténticos protagonistas de un viaje a tiempos futuros: ordenadores, bolas de luz colgando aparentemente dispares por el techo, madera noble que apaga los pasos y los susurros? Realmente no sabemos qué ruta turística tomar de las muchas que nos ofrecen los inteligentes ordenadores en mil idiomas. ¿Visitamos la colección de esculturas que conforman la famosa Materia del Tiempo de Richard Serra? ¿O nos perdemos en la extravagancia del trabajo de Jenny Holzer?
Personalmente prefiero adentrarme en mis recuerdos. La primera vez que visité el Guggenheim apenas acababan de quitarle la etiqueta de “recién estrenado”. Era un día gris, de invierno, con ese sirimiri vasco que empapa la ropa y el alma sin que casi te des cuenta. Visité el museo con muy poco tiempo por delante, apenas un par de horas con las que pretendía embeberme de los vientos modernistas del siglo que venía antes de coger el coche para huir hacia otros lares supuestamente más calentitos. Recuerdo la sensación de entrar en el vestíbulo, mirar hacia arriba y sentir que había entrado una vez más, y mil veces, a la Catedral de León. Aturdida, me refugié en una de las salas temporales más atrevidas que había colocado el museo esa primera temporada. Se trataba de una sala mediana, en forma de caja de cerillas. Estaba completamente vacía, paredes blancas, luz tenue y dos efectos de sonido, uno de fuego y otro de caída de agua. En medio del espacio habían colocado una enorme pantalla multimedia que separaba dos bancos de terciopelo rojo. Si te sentabas en el lado “A” veías a un actor corriendo aterrado por un paraje de fuego, atrapado en una burbuja de gases y pereciendo lentamente por las llamas del supuesto infierno. Todo era rojo, muy rojo. En el otro lado de la pantalla, en el lado “B”, la escena era similar, pero con agua. El actor se iba ahogando en medio de un paisaje de increíble belleza, pero también de indecible crueldad. Todo era azul, muy azul. En ambas versiones el actor gritaba y gritaba y gritaba, pero solo escuchabas el rumor de los dos efectos de sonido: el crepitar del fuego y el cantar del agua.
La experiencia me dejó tan pasmada que, francamente, no recuerdo muchos más detalles de esa primera visita al Guggenheim de Bilbao. Quizá en esta segunda oportunidad, la que me da la foto de la semana de Gretur Viajes, tenga más suerte.
Imagen:
«Fleur titane Frank-Gerhy». Disponible bajo la licencia CC BY-SA 3.0 vía Wikimedia Commons.