Los lunes libres…sí que son menos lunes.
Entre tecla y tecla bebo café. Ya está congelado. Mis amigas siempre se ríen de mí, dicen que no conocen a nadie que sea más lenta bebiendo. Tienen razón, la verdad. Miro de reojo las estrellas grises de la taza y me viene a la cabeza la última noche que salí. En esta ciudad no es muy habitual ver estrellas en el cielo, pero aquella noche parecía que iban a caer al suelo de lo cerca que se veían. De normal, las fincas y la contaminación no permiten ver más allá de pequeñas cantidades que bien podríamos contar con los dedos de las manos. Pero aquella noche no. Aquella noche, los edificios parecía que habían desaparecido, como si hubieran abierto un ancho pasillo en el cielo. Aquella noche, la oscuridad era profunda, tan profunda como en un lunes de sol.
Siempre tendemos a fijarnos en la luna. La luna enigmática y cegadora. La luna romántica y misteriosa. Y es injusto, porque aunque no siempre las veamos, las estrellas no brillan aprovechando la luz de nadie, sino que brillan por sí solas. Y nadie les hace caso, con el mérito que tiene brillar con luz propia. Con lo difícil que es transformar energía y conseguir generar luz y calor.
Las estrellas grises de mi taza de café también brillan con luz propia. Sus cinco puntas me hacen recordar las cinco direcciones que puedo tomar. Norte, hasta llegar al cielo. Este, para mojarme los pies en la orilla del mar. Oeste, por si hubiera que perderse por un tiempo entre cactus y vaqueros. Sudeste, por si quisiera echar a nadar. Sudoeste, para rozar sin tocar. Nunca sur. Nunca hacia abajo en línea recta y en picado. Siempre en diagonal. Siempre sorteando precipicios.
Igual lo bueno de las estrellas es que no invitan a mirar atrás, sólo nos ayudan a mirar hacia adelante. Lo bueno de las estrellas es que nos hacen creer que, hasta en el negro más profundo, caben destellos de blanco, escalas de grises, pellizcos de magia.
Igual mi madre me regaló esta taza por mis veintisiete para recordarme que las estrellas no sólo están en el cielo. Que también hay estrellas por aquí, en la tierra, en el suelo, tan en el suelo que te tocan los pies. Y te queman. Que igual no tienen la fuerza suficiente como para iluminar un planeta entero, pero sí la suficiente como para dar luz a una vida.
Igual me la regaló para hacerme entender que siempre hay algo cerca de nosotros, algo que no llegamos a ver por la bruma o por el miedo. Igual me quiso hacer ver, que no hay noche que no acabe terminando ni corazón que no acabe regenerando. Igual me quiso hacer ver que siempre hay algo por lo que sonreír, aunque sea lunes, y las estrellas sean grises.
Porque aunque sean grises, siempre hay estrellas andando por la calle. Estrellas con nombre y apellido. Estrellas que, en realidad, no saben que brillan, que no saben lo que significan en el firmamento de alguien, ni en el suyo propio. Siempre hay gente que genera luz, gente que hace que el camino se vea más claro, que te ayuda a no tropezar con las piedras del pasado. Siempre hay gente que, en pleno invierno, da calor, como el último fuego del diecinueve de marzo, que anuncia la primavera.
Siempre hay gente que te devuelve la fe en la gente.
Igual, lo malo de todo esto, sea que sin saberlo, todos somos estrellas buscando calor, sin darnos cuenta de que tenemos la capacidad de generarlo nosotros mismos.
Igual, lo bueno de todo esto, sea que la vida de este modo, se convierte en una continua búsqueda de estrellas perdidas, de medias mitades que se iluminan al encontrarse.
Tal vez, sea así como deba ser.
Tal vez, todos seamos en realidad, unas tontas estrellas grises perdidas.
M.
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