Nada más atravesar el portal apostado en la Aldea Ruttheran, se dirigió rauda hacia su casa. Las miradas de algunas compañeras centinelas la seguían con recelo, pero Deliantha las ignoraba. Que Sargeras se llevara sus almas si iban a juzgarla. En cuanto atravesó la puerta, unos rápidos pasos corrieron hacia ella y unos brazos rodearon su cintura.
—¡Madre, habéis vuelto!
Una sonrisa se dibujó en los labios de la elfa mientras le devolvía el abrazo al pequeño. Se arrodilló frente a él y observó su rostro redondo mientras le revolvía los verdes cabellos. Dejó la mochila de viaje en el suelo y sacó de ella un par de libros.
—Te he traído esto por tu cumpleaños, espero que te gusten.
El niño, que ya había cumplido los siete años, hojeó los libros. Estaban repletos de dibujos de animales con sus características, hábitat y todo tipo de información sobre ellos. Deliantha sabía del amor de Erglath por la fauna que pisaba Azeroth y, por ocupada que estuviera, siempre encontraba momentos para recordarle o para hacerse con algo que le pudiera gustar. Siempre que regresaba, el pequeño se mostraba entusiasmado, aunque el mejor regalo para él era volver a estar con ella. Hablaron largo y tendido de todo lo que habían pasado en los últimos meses. A Erglath poco le gustaba lo que ella hacía, pues el equilibrio debía mantenerse, pero no le reprochaba nada. Estaba convencido de que, cuando fuera mayor, podría guiarla por el sendero adecuado.
El manto estrellado cubría la ciudad. Erglath ya dormía, por lo que la mujer acudió a la charca tras el Árbol Quejumbroso, en la ciudad. Allí se daría un baño y se trataría las últimas heridas acumuladas, o eso creía que podría hacer. Vio la figura de un kaldorei y maldijo para sí su mala suerte, pero al acercarse le pareció reconocer el rostro. Se detuvo, estudiándole desde la distancia. ¿Sería él...? Sus pasos prosiguieron hasta el hombre, arrodillado frente a la charca mientras se limpiaba las manos. Se trataba de Dahrenaar, antiguo miembro de la orden y pareja de la fallecida Dalria. Hacía mucho que no se veían, y la última vez aún despertaba mariposas en su estómago. Ahora era distinto. Ella era distinta. Había cambiado y, si bien seguía pareciéndole atractivo, era como si careciera del encanto que en su día había llamado su atención. Se agachó a varios pasos de él y hundió las manos en el agua para mojarse la cara.
—Dicen que la Legión se aproxima, ¿qué creéis vos, Dahrenaar?
—Yo sé blandir un arma y servir al que era mi pueblo. No hago predicciones —sentenció mientras seguía limpiándose las manos.
Deliantha siempre le había oído hablar de que ponía su vida al servicio de su pueblo, pero jamás se había encontrado con él por ninguna parte. Le había buscado incluso para luchar junto a él, sin éxito. Se levantó y le observó, quedándose inmóvil cuando el elfo se aproximó con la mano temblorosa en alto, cerca de su rostro, bajándola pocos segundos después.
—No he hecho otra cosa en mi mísera vida.
Sabía que durante la Tercera Guerra había sido degradado por haber dado una orden que había acabado con la vida de varios compañeros suyos, sabía que odiaba a los demonios más que a nada. Sin embargo, no le había visto por Frondavil las veces que había habido actividad demoníaca por la zona. Si era cierto que la Legión iba a regresar, quería contar con él en la lucha, ¿pero estaba con la cabeza donde debía tenerla?
—No volverá —le dijo, refiriéndose a Dalria—. Nunca lo hacen.
Se dirigió tras el tronco caído para poder empezar a desnudarse y así darse un baño. No le importaba que la viera desnuda, bañada por la luz de Elune, pero no deseaba que viera sus cicatrices. Ni siquiera ella quería verlas. Dejó el arma y las botas a un lado tras sentarse en la humedad de la hierba cuando escuchó sus pasos tras ella.
—Eso ya está olvidado. He venido por los rumores, no persiguiendo fantasmas. No los creo, pero si hay un ápice de certeza en ellos, quiero estar cerca.
Los fantasmas eran difíciles de olvidar, ella lo sabía bien, pero confiaba en la palabra de aquel hombre. Confiaba más en él de lo que dejaba entrever, más de lo que confiaba en la gran mayoría de sus congéneres. Los encontraba débiles, pero con él coincidía cada vez en más cosas. Se quitó la pechera, dejando al descubierto el torso cubierto de vendas ya sucias. La poca piel que restaba desnuda estaba repleta de cicatrices, algunas más nuevas que otras.
—Hacedme llamar si sabéis algo sobre el tema. Si no hay nada de cierto, me iré por donde he venido.
—Lo mismo digo —replicó la mujer mientras se quitaba el cinturón.
—Que Elune os guarde, Deliantha.
La elfa le despidió mientras le oía marchar, aún de espaldas a él. Cuando ya estuvo desnuda, le vio pasar por la otra orilla hacia la ciudad de nuevo. Se metió en el agua sin prisa alguna y sumergió la cabeza para después intentar relajarse. ¿Qué habría de cierto en aquellos rumores? ¿Dahrenaar la acompañaría si se lo pedía o volverían a ir por libre, como solían hacer? Él había estado presente cuando la Legión Ardiente arrasó el Monte Hyjal, pero a ella le avergonzaba recordar cómo su padre se la había llevado de allí para ponerla a salvo cuando deseaba luchar junto a su madre. Tal vez habría muerto como hiciera ella, pero habría muerto luchando, defendiendo su hogar. Si ese era el destino que le aguardaba luchando contra la horda demoníaca, no dudaría en abrazarlo, llevándose antes a cuantos pudiera consigo.