Aquella mañana, sin embargo, un hombre llegó al pueblo de refugiados ataviado con unas togas de colores rojizos y violáceos, habiéndose afeitado la cabeza. Atraía la atención de la gente para que se acercaran a él, entregando panfletos a hombres, mujeres y niños por igual. Leía de vez en cuando su contenido de memoria a viva voz, asegurándose de que todos le prestaban atención.
—Azeroth arderá. Nadie puede enfrentarse a la Legión. Ni tú, ni tu familia ni vuestros grandes campeones. ¡Uníos a la Legión! El día llegará en que vosotros, necios, aceptéis lo inevitable y roguéis piedad, ¡pero ya será tarde! Ahora es vuestra oportunidad de reclamar vuestro lugar entre las filas de los demonios. ¡Traed a vuestros amigos, traed a vuestros hijos! ¡El tiempo se acaba!
Unos y otros leían los panfletos, reunidos a su alrededor. El miedo volvía a encoger sus corazones y a instalarse en lo más profundo de su ser, aferrándose a sus paredes para no volver a salir.
29 de julio del año 32 D.P.
La tarde se aventuraba igual que la del día anterior. Una multitud de casi cuarenta personas se reunía alrededor de aquel hombre que había llegado para traer las novedades de la ciudad: la Legión Ardiente se aproximaba, y junto a ella también lo hacía Sargeras, el titán caído. Algunos escuchaban en silencio sus palabras, mientras que otros le preguntaban cómo podrían salvarse del destino que les aguardaba. Ataviado con unas togas de colores rojizos y violáceos, alzó los brazos a la multitud.
—¡Azeroth arderá y nada ni nadie puede derrotar a la Legión! La única forma que tenéis de libraros es uniéndoos a ella, y el momento es ahora. No luego. Ahora es vuestra oportunidad de reclamar vuestro lugar entre las filas de los demonios.
Los ojos de muchos se abrieron de par en par y se empujaban entre sí para acercarse al que para ellos era ahora su salvador, su guía. Poco les importaba que entre ellos se encontrara un hombre de avanzada edad, vestido con una túnica de mendigo y apoyando cada paso en su cayado de madera. Alzó su cansada mirada hacia el orador, observándole a él y cómo la gente a su alrededor actuaba. Tuvo que apartarse un poco para que la multitud no le tirara al suelo y, mientras retrocedía, movió su mano. El grito de una mujer resonó en los oídos de los presentes, señalando con nerviosismo al orador. Los ojos del hombre se abrieron de par en par y se llevó las manos al cuello. Era evidente que le costaba respirar hasta que cayó sobre la tarima que le alzaba por encima del gentío. Un hombre rápidamente subió y comprobó que tenía pulso. Sin más, había perdido el conocimiento. Los unos a los otros se miraban, culpándose entre sí.
—¡La Luz le ha castigado por hereje! —gritó uno.
—¡¿Qué va a ser de nosotros sin nuestro salvador?! —gritó otro.
Entre dos hombres lo llevaron a la pequeña y humilde capilla que se había construido a principios de año y cerraron la puerta. La sacerdotisa de la Luz, que no acudía a escuchar las palabras del orador, se encargaría de su bienestar. Así se lo hizo saber uno de aquellos hombres al anciano del cayado cuando se acercó a ver cómo estaba su salvador, para después retirarse al interior del lugar sagrado y cerrar la puerta.
El anciano se retiró a la parte posterior del edificio y se sentó en la hierba, apoyando la espalda contra la madera de la que estaba hecha la capilla. Durante unos minutos parecía haberse quedado dormido en aquella postura, pero pronto una pequeña sonrisa de satisfacción se dibujó en sus labios cuando las tres personas del interior salieron corriendo al grito de ¡Fuego! Se ayudó de su cayado para ponerse en pie y fue hacia la parte anterior del edificio, pero un pequeño grupo se acercó a ver si era cierto que su lugar de culto a la Luz Sagrada era presa de las llamas. Nada de humo salía del interior ni tampoco fuego. Por si acaso, un hombre de los que se había acercado entró para asegurarse y ver que el orador, que continuaba en el interior, se encontraba a salvo. Salió a los pocos minutos.
—Ni rastro de fuego.
—¿Entonces por qué han salido las personas que había dentro gritando que había fuego?
El hombre se encogió de hombros y aseguró a los presentes que no había nada de lo que preocuparse. Él y el anciano entraron para ver cómo se encontraba el orador, quien permanecía inconsciente. Tras un breve examen, decretó que necesitaba asistencia médica urgente.
—Un hombre ha ido a la ciudad a por un médico.
—No hará falta —interrumpió el aniano—. Soy médico, puedo ayudar, pero... aquí no tengo lo necesario. Tendría que llevarlo a la fortaleza.
El hombre le dijo que aquello era imposible. Le dijo que la leona, como algunos habían apodado a Lady Eliane Landcaster, no permitía la entrada a nadie sin su previo consentimiento. El anciano aseguraba conocerla desde que era pequeña y que no le impediría el paso. Aunque el corpulento hombre parecía tener sus reservas, pues no había visto antes a aquel anciano, finalmente accedió a acompañarle a Fortaleza Sur y a llevar al orador. Durante el camino, el anciano usó sus poderes para avisar a la mujer de su llegada y el nombre bajo el que se presentaría. De ese modo, los guardias le dejarían pasar sin hacer preguntas.
La fortaleza de piedra tenía hiedra cubriendo parte de sus paredes. Dos guardias con el escudo de los Landcaster protegían la entrada y no dudaron en cortar el paso a los hombres que se acercaban, cruzando sus lanzas. En cuanto el anciano dio el nombre de Brandon Williams, los guardias se hicieron a un lado y los hombres se dirigieron a la enfermería.
—En un par de días estará como nuevo y de vuelta en el pueblo, no os preocupéis.
El aldeano miró al anciano y luego al orador tras dejarlo sobre una de las camas vacías. Poco después, y con inseguridad, abandonó la fortaleza para regresar al pueblo junto a los demás y avisarles de lo que sucedía. El anciano, por su parte, hizo llamar a la leona y se quitó la capucha que cubría su cabeza. Lord Thobías aún no se había recuperado, pero siempre debía averiguar aquello que despertaba su curiosidad. Estudió con la mirada al hombre una vez más hasta que vio a Lady Eliane cruzar la puerta.
—Es el lunático que exaltaba a la gente del pueblo con lo de unirse a la Legión —explicó cuando la mujer preguntó por él.
—¿Qué le ha pasado? —antes de darle tiempo a contestar, se apresuró a preguntar de nuevo—. O más bien, ¿qué le has hecho?
Conocía bien a aquel hombre de avanzada edad. Sabía de todo lo que era capaz, y sabía que hacía cuanto hacía falta para obtener la verdad. Lo que no sabía era cómo se le había ocurrido llevar a aquel hombre a su casa. ¿Y si era una amenaza, y si ponía en peligro la vida de su hijo?
—Aquí hay más que un puñado de lunáticos.
—Sí, y también están Adkins y Enthelion, papá. ¿No te parece jugártela un poco? —respondió ella con nerviosismo, pues no quería que pasara nada fuera de lo previsto con ellos dos en la fortaleza.
El hombre la miró al escuchar aquel apelativo. La confianza entre ellos había crecido y la mujer había encontrado en él una figura paterna, mientras que él la consideraba sangre de su sangre. Consideraba que era mejor tener a aquel agitador en las mazmorras para intentar sacarle algo de información que tenerle en el pueblo. Sin embargo, había que calmar a la gente y hacerles olvidar que la Legión iba a llegar, ¿pero cómo? Ya pensaría en algo más tarde, dando el pecho al pequeño. Mientras Thobías iba a dormir, pues aún no había recuperado fuerzas tras los tejemanejes de su padre, Eliane iría a pedirle a Váyron que llevara al preso a una de las mazmorras y que Inara le vigilara. Si tenía capacidades mágicas y deseaba teletransportarse, la muchacha le dejaría inconsciente para evitar que huyera.
¿Quienes eran aquellos hombres? ¿Tendrían razón sus palabras y la llegada de los demonios se aproximaba? Lewyn les creía y estaba preparado para acudir a la batalla, pero ella no para perderle.