Julio se acercó de nuevo al ventanuco, debía verificar que todo continuaba igual. Para ello levantó la persiana de plástico lentamente. Antes de atreverse a mirar cerró los ojos e inspiró. Sabía lo que le esperaba, sabía la imagen que iba a quedar registrada en su retina pero aún así esperó, deseó, rogó que esta vez fuese distinto, pidió por enésima vez volver a ver a los técnicos de mantenimiento manipulando herramientas, manejando elevadores, haciendo su trabajo. Que las pistas de aterrizaje estuviesen de nuevo ocupadas de aviones en labores de despegue. Podía imaginar el intenso ruido de los motores forzados al máximo en el momento del despegue.
Por fin los abrió, fuera todo seguía igual, los mismos seres muertos caminando por entre las pistas, chocando unos contra otros en su deambular sin sentido, restos de aviones calcinados tras estrellarse, columnas de humo lejanas que parecían no extinguirse nunca, una pequeña avioneta literalmente clavada en la nave más alta del polígono industrial contiguo, como un dardo mal sujeto en una diana improvisada. No pudo continuar mirando. Bajó la persiana de plástico y se recostó en el asiento destinado a la reducida tripulación del avión en que se encontraba. Observó a la escuálida chica que intentaba dormir en los asientos alineados frente a él. Su respiración era agitada. Siempre lo era desde que el mundo se acabó. No la culpó, a pesar de la relativa seguridad que les proporcionaba la aeronave, él tampoco era capaz de conciliar el sueño sin despertarse con cada leve sonido, con cada gruñido lejano, con cada grito desgarrador, con cada alarido de auxilio, aunque éstos eran ya cada vez más infrecuentes. Intentó recordar cuando había sido la última vez que escuchó una voz humana pidiendo ayuda pero no lo logró, demasiado tiempo.
Volvió a concentrarse en la joven. Su cuerpo cada vez era más delgado, también el suyo, pero eso no era un consuelo, en absoluto. Si no se marchaban de allí acabarían muriendo, no de hambre sino de tristeza, de abatimiento, de falta de esperanza, incluso de culpabilidad, sí, culpabilidad por haber logrado lo que otros tantos intentaron sin fortuna, por haber logrado aquello en lo que la Humanidad había fracasado, culpabilidad por seguir vivos.
Rememoró de nuevo el momento fatídico que los había encarcelado en ese avión.
Transcurrían los primeros días de junio. En concreto el tercer día del mes, un caluroso viernes en León, nunca podría olvidarlo. Había mucho movimiento desde hacía varias semanas en el aeropuerto. Las noticias llevaban días hablando de una extraña epidemia que ningún organismo internacional parecía ser capaz de identificar, cuanto menos de darle solución. Tras varias conversaciones telefónicas con su mujer, Simona, habían decidido que su pequeña Giulia se marchase con su madre a Italia, allí las cosas parecían estar algo más calmadas. Esa mañana había acudido al trabajo con ella. El vuelo procedente de Madrid que debía acercarla a la capital para coger el avión en que la recibiría su madre se retrasaba, de hecho, todavía no ha llegado. Se sintió culpable por esa nota de humor morboso que su subconsciente no había sido capaz de evitar. Su trabajo como directivo de Aena le había permitido conseguir un pasaje en ese vuelo para su hija. No era algo fácil en esos días; todo el mundo pretendía abandonar la ciudad, el país, tendríamos que haber abandonado el puñetero globo, una risa hiriente le poseyó, una tos violenta, que cada vez le asaltaba con más frecuencia, le obligó a dejar de reír y volver a retomar sus recuerdos con la solemnidad que los hechos requerían.
—Fíjate en toda esa gente —el director del aeropuerto se dirigía a él sin mirarle.
Julio observó las ojeras en el rostro de su superior, su pelo despeinado, el traje arrugado como nunca antes se lo había visto. Por lo que tenía entendido llevaba durmiendo varios días en su despacho del aeropuerto.
—¿Has conseguido hablar con emergencias? ¿Guardia Civil? ¿Policía?
—Parecen poseídos, mira sus rostros, sus gestos, sus comportamientos histéricos crecen por momentos.
—Te decía…
—Nadie puede hacer nada, apenas hay una sección de la Guardia Civil y no van a venir más. El Ejército ha sido movilizado. Las empresas de seguridad son incapaces de controlar a su personal, abandonan sus puestos para proteger a sus familias y, la verdad, no les culpo.
—Y entonces qué haremos si las cosas se ponen feas.
El director ahora sí fijo los ojos en los suyos. Se atusó el cabello intentando colocarlo en su sitio.
—Las cosas ya están feas, de hecho, no podrían estar más feas. La única esperanza es que toda esa gente consiga su objetivo y abandone la ciudad, que algún ente abstracto de esos que dicen estudiar este tipo de enfermedades halle la cura, la vacuna o lo que sea y que toda esta locura termine de una vez.
En la terminal los murmullos ya no eran tales, eran conversaciones, por llamarlas de alguna forma, a grito pelado. Las discusiones y los desencuentros no tardaron en dar paso a las peleas entre pasajeros ultra nerviosos que no veían el momento de abandonar el aeropuerto, como si hubiese algún lugar dónde ir, pero claro, eso entonces lo desconocían.
Nadie en la torre tuvo claro en qué momento se descontroló todo por completo. El de León era un aeropuerto pequeño, sólo una compañía realizaba vuelos de pasajeros: Air Nostrum, y el destino de todos era Barcelona, Canarias o Mallorca. La otra compañía que operaba era DHL para transporte de mercancías. En forma alguna estaba preparado para la avalancha humana que intentaba dejar la ciudad y sin policía ni personal de seguridad suficiente… fue su hija la que le avisó. Cuando se asomó a la ventana de su oficina el vello se le erizó. Una horda de personas infectadas accedió a la terminal, en cuestión de minutos ya no quedaban personas sanas. Los infectados se alimentaban de sus cuerpos hasta que fallecían, en ese instante parecían perder todo el interés para ellos, entre seis y ocho horas después serían de los suyos, hermanos de sangre.
Extrañamente, reaccionó con calma. Cogió a su hija de los hombros y se dirigió a ella solemne:
Giulia, vamos a salir con vida de aquí, no te separes de mí, pronto estaremos con mama.
Solo la primera parte de esa afirmación había resultado correcta, si es que a su existencia actual podía llamársele vida. Su estrategia inicial pronto se reveló como inútil. Las avionetas particulares intentaban despegar de cualquier forma, sin orden y sin atender a la torre de control, la que no se estrellaba contra otra al intentar elevarse, se salía de la pista y terminaba empotrada en algún edificio próximo. Los incendios se sucedieron de inmediato rodeando al aeropuerto. Las sirenas de los bomberos, que deberían haberlo inundado todo apenas se dejaban oír, nadie del exterior acudía a apagarlos, tan solo parte de los medios propios intentaron sofocarlos. Pronto su única prioridad fue otra: sobrevivir.
Las aeronaves más grandes, líneas comerciales, no tuvieron más fortuna. En poco tiempo no quedó ningún avión en condiciones de despegar. Poseer una visión privilegiada desde la torre de control les resultó primordial. Julio se detuvo frente a la ventana, sentía la mirada de Giulia clavada en su nuca, esperando una idea genial de su padre. Y esa idea llegó. Recordó la nave que estaba en reparación desde hacía varios días. Era un Boeing 737 de carga de mercancías de DHL. El hecho de tener un objetivo marcado de antemano, de saber dónde se tenían que dirigir, hizo que sus decisiones fuesen coherentes y no del todo improvisadas.
El jefe de los controladores, estaban todos movilizados, y el resto de trabajadores de la torre habían huido sin pensar detenidamente la forma o la dirección; no volvería a ver a ninguno. Al contrario que ellos, padre e hija evitaron usar el ascensor, descendieron lentamente por las escaleras. Los temblores de Giulia se le transmitían a su cerebro a través de su mano excesivamente apretada. Aunque intentaba mantener una relativa calma sentía como su corazón se aceleraba, parecía golpear su pecho de dentro afuera. Habían descendido dos plantas cuando el sonido de los gritos, gruñidos y peticiones de socorro invadió sus sentidos. Esos seres habían alcanzado la planta inferior de la torre. Su hija tiró de él obligándole a detenerse. Un olor dulzón y a la vez pegajoso de carnicería humana aderezado con sangre inhalada se coló de golpe por sus orificios nasales. Giulia intentó cubrirse la boca y la nariz con la mano que le quedaba libre. Recordaba palabra por palabra lo que le dijo en ese momento:
Tranquila, ya te lo he dicho antes, vamos a salir de aquí, pronto estaremos a salvo en un avión, confía en mí.
La niña no articuló palabra, se limitó a asentir varias veces con la cabeza, como si intentara auto convencerse de que lo que él decía era cierto o tal vez porque quería que tomase ya una decisión y comenzar a moverse en alguna dirección.
No podían seguir por las escaleras y no podían volver a subir. Se asomó a una de las ventanas, por allí era imposible. Corrió a la otra arrastrando a su hija tras él. En esa disponían de una posibilidad. Un vehículo de transporte de equipajes había chocado contra la torre. Las maletas desperdigadas en torno suyo podrían amortiguar su salto. Abrió las ventanas. Observó la zona de aeropuerto que podía y se quedó mudo. Las pistas de aterrizaje estaban invadidas de seres que buscaban alimento, entre ellos aún se podía ver como algunas personas intentaban huir en un pilla pilla surrealista y mortal. Uno de los técnicos de mantenimiento al que conocía trataba de abrirse paso con violentos empujones, era robusto y lo iba consiguiendo. Los infectados caían a su paso derribados como fichas de dominó. Al igual que el resto no logró llegar muy lejos, terminó tropezando y, en el suelo, los seres enloquecidos cubrieron su cuerpo hasta hacerlo desaparecer por completo. Una nausea lo invadió pero el empujón de su hija evitó que vomitase. Tenían que saltar. Giulia no puso ninguna objeción a tener que lanzarse al vacío desde un primer piso, al contrario, no veía el momento de abandonar la torre, podían escuchar como los zombis ascendían ruidosamente por las escaleras.
Las maletas hicieron su labor evitando que ninguno se lesionara. Ahora quedaba la parte más peligrosa. La gente intentaba huir hacia fuera, abandonar el aeropuerto, ellos intentarían alcanzar el hangar de reparaciones, esa zona estaba casi libre de personas infectadas.
Corrió apretando la mano de su hija hasta la calle que daba al hangar. El edificio parecía seguro, apenas divisó enfermos. Giulia lo empujaba para que avanzase más rápido pero él no lo tenía claro. Caminaron semiencorvados hasta la puerta del hangar. Ahí volvieron a percibir ese olor. La nave estaba abierta y el interior iluminado. El Boeing se encontraba inclinado sobre el lado derecho, el ala tocaba en el suelo. Un vehículo de emergencias había chocado contra el tren de aterrizaje y el avión resultó desestabilizado. Pero eso no era lo malo. Alrededor de la ambulancia media docena de infectados devoraba a sus ocupantes. Arrancaban carne, tripas, intestinos, daba igual. La sangre salpicaba en todas direcciones a cada nuevo mordisco. Instintivamente intentó cubrir los ojos de su hija. Ella apartó su mano y le miró con ojos suplicantes. La escalera de acceso al avión se encontraba en el lado contrario al inclinado lo que suponía una diferencia de altura con la escotilla de acceso. En ese lado una de las rampas de emergencia colgaba como un extraño accesorio. Alguien la había usado para abandonar la aeronave lo antes posible. Corrieron hacia la escalera móvil que permitía el acceso al avión. No tenían otra alternativa que ocultarse dentro y rezar para que ninguna de esas personas enfermas hubiera conseguido acceder allí también. Cuando llegaron arriba comprendió que la altura era mayor de lo que le había parecido. Elevó a su hija, hizo que se levantara sobre sus hombros y la acercó a la puerta de entrada. La niña alcanzó sin problemas la entrada y con su ayuda se coló dentro. Cuando se disponía a saltar tras ella pudo escuchar el ruido de las pisadas de los zombis retumbar contra los escalones metálicos; con cada paso su corazón se aceleraba un poco más. Desde arriba su hija le urgía a que subiese pero sabía que no lo lograría antes de que lo alcanzasen, tenía que ganar tiempo. El grupo de seres que antes rodeaba el vehículo de emergencias ascendía torpemente hacia él. Gruñían de forma atronadora y dejaban marcada de sangre la barandilla de la escalera por el simple roce de sus cuerpos ensangrentados. Julio tuvo que hacer un intenso ejercicio de control de su atención para evitar continuar observando las heridas y laceraciones de las personas que se disponían a atacarle. Se acercó al último escalón, asió sus manos con fuerza a ambas barandillas y esperó. Cuando el primero de ellos estuvo lo suficientemente cerca cogió impulso y pateó con ambos pies su pecho. La fuerza del golpe lo empujó hacia atrás arrastrando en su caída a los que le seguían. Ahí estaba la ventana de tiempo que necesitaba. Se lanzó corriendo al final de la rampa y saltó. La distancia entre la escalerilla y la puerta del avión resultó excesiva para todos los infectados que volvieron a subir una vez se rehicieron. Tras asegurar la puerta corrieron a refugiarse en la cabina de los pilotos. Tan solo días más tarde, cuando el hambre y la sed fueron insoportables y los alaridos procedentes del exterior fueron remitiendo, se aventuraron a abandonar su refugio e investigar el resto del avión. Y allí, en ese avión, continuaban.
El principio fue difícil pero según avanzaron los días se fueron auto convenciendo de que esa situación no podía continuar eternamente, alguien terminaría por reaccionar, sí, era cuestión de tiempo que todos esos seres, monstruos a los que se resistían a denominar zombis, desaparecieran para siempre y sus vidas continuasen como antes. Era horrible la incertidumbre de no saber lo que estaba ocurriendo en la ciudad, en el país, en el mundo.
El momento esperado llegó por fin, más o menos a las tres semanas del día en que se refugiaron en la aeronave de DHL. Él levantó la persiana de plástico como había hecho un instante antes y sucedió, sus plegarias y oraciones habían dado resultado, no había rastro de zombis, habían desaparecido. Recordó la alegría con que había despertado a su hija y cómo habían corrido, gritado, saltado por todos los rincones, incluso por la bodega del avión.
—Nos vamos cariño. Pronto estaremos con mamá.
Él no veía el momento de salir pero Giulia había insistido en coger algunos víveres por si acaso, gracias a esa decisión ahora estaban con vida. Cuando ya se disponían a saltar por la rampa de emergencia descubrió al primero de ellos y tras ese no dejaron de llegar, en poco más de una hora volvían a ocupar el hangar y todo el aeropuerto, como si ese terreno les perteneciese, como si ya no pudiera ser de nadie más.
Desde ese día, no había dejado de especular sobre lo sucedido. Los zombis, eso es lo que eran, habían desaparecido para regresar horas después; por qué.
Eso no solo ocurrió en aquella ocasión, había sucedido dos veces más, el éxodo duraba entre ocho y diez horas. En ese tiempo no había rastro de ellos. Giulia decía que iban a recargarse a algún sitio. Por más vueltas que le había dado no lograba comprender ese extraño comportamiento. No parecía responder a ninguna pauta ni periodo temporal pero cada vez se convencía más que podía tratarse de su única oportunidad de dejar ese avión.
En la nave disponían de comida suficiente para sobrevivir varios meses más. No era muy variada y les había llevado varios intentos saber de qué era cada caja, era un avión procedente de Suecia y todos los paquetes iban rotulados únicamente en ese idioma, pero habían logrado establecer un menú aceptable. Hasta en eso habían tenido suerte, podía haberse tratado de muebles de IKEA pero no, se trataba de comida. El agua era otra cosa, ya habían terminado con todas las existencias que hallaron, ahora debían beber refrescos y zumos. Desde luego eran afortunados, pero si no salían de su encierro en ese avión acabarían muriendo, sobre todo ella, su pequeña se marchitaba día a día, la situación y el hecho de encontrarse alejada de su madre la estaban consumiendo. Sí, la decisión estaba tomada, la próxima vez que volviera a ocurrir se marcharían.
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