De entre todos los posibles temas principales en la filmografía de un director tan ecléctico como Wes Anderson, El Gran Hotel Budapest inclina la balanza hacia la desubicación y el anacronismo como eje central de su discurso cinematográfico. En este último trabajo vuelve a centrarse en una época -1932- llena de valores ya hoy perdidos, y en un lugar -el hotel- donde esta educación y formas basadas en la amabilidad y el respeto encontrarían refugio y resistirían la llegada de la violencia y la opresión. Utiliza un personaje principal (Zero, interpretado por un agraciado Tony Revolori al que apenas hemos podido observar con anterioridad) que necesitará de todo su abundante talento y buen corazón para enfrentarse a hasta ahora desconocidos sentimientos (el amor y la amistad, también eternos en Wes Anderson, que le llevarán a la pérdida y al descubrimiento de la edad adulta) y a una trama de enredos con múltiples personajes interpretados por muchas de las habituales caras del cine del director tejano.
Pero Wes Anderson parece haber conocido por fin y por completo sus limitaciones, y en El Gran Hotel Budapest pone a prueba y expande precisamente esas barreras entre las que habitualmente se encontraba cómodo pero le forzaban a repetirse de forma involuntaria. Por lo tanto, aunque veremos una película inevitablemente suya, será rabiosamente diferente y sorprendentemente única.
En primer lugar, dentro de su ya conocida forma de narrar, fragmentando el espacio visual y el contenido de la propia trama, empujará aún más toda esta complejidad hacia sus límites, combinando tres líneas temporales con diferentes formatos para cada una. La meticulosidad visual también será víctima de una fantástica embestida (que ya sufriese con Fantastic Mr Fox), llevándola hacia extremos normalmente reservados para la animación, gracias por ejemplo al uso de miniaturas.
Pero sobre todo, en El Gran Hotel Budapest, Wes Anderson sorteará hábilmente la necesidad de volcar solemnidad en su obra repartiendo el peso a partes desiguales en una pareja protagonista y no en un solo individuo. Así que mientras el ya mencionado Zero (primer personaje principal no-blanco en la filmografía de Wes Anderson) es víctima de un ya también mencionado amplio bagaje de conflictos internos, Mr Gustave, el personaje de Ralph Fiennes, es el vehículo al que el director se sube para poder añadir a la cinta un humor de la más alta calidad, que va desde lo blanco y esperado hasta lo negro e insólito, desde lo educado hasta lo prácticamente soez. El actor brinda una vez más una interpretación inestimable.
La historia está narrada en primera persona por el propio Zero en su vejez (F. Murray Abraham), entonces escritor y dueño del hotel, a un visiblemente emocionado Jude Law que ha encontrado a un maestro. Además está dedicada (en forma de homenaje más que de inspiración real) a la obra del escritor Stefan Zweig. Zweig fue un judío austriaco que vivió numerosos enfrentamientos contra el régimen nazi de Hitler y cuya atormentada personalidad le llevó a suicidarse junto a su mujer en 1942.
Estos dos datos, junto a la relación de la pareja protagonista, no son sino otra forma de ver lo que Anderson lleva aproximadamente ocho películas intentando contarnos: hasta qué punto puede un encuentro llegar a resultar sanador, el hallazgo de otra alma solitaria con la que poder sentirse identificado y acompañado, y sobre la que poder soltar la carga que nuestra propia condición de individuos aislados o diferenciados nos ha obligado a acarrear.
En una frase: su mejor película.