Atravesando las llamas

Besó la frente de su pequeño con suavidad, sin querer despertarlo. Parecía mentira pensar que poco más de cinco meses atrás había salido de su interior, en un parto algo complicado. Había perdido mucha sangre y le había causado anemia férrica, pero Eliane aguantaba como hacía siempre, guardándolo todo en su interior mientras mantenía la sonrisa en los labios. Salió del cuarto tras observarlo unos instantes más y cerró la puerta cuidadosamente. Su madre se hacía cargo del pequeño encantada, pero le preocupaba que su hija tuviera que verse relegada a la vida que ella había tenido años atrás. Se había hecho un hueco en la Casa Lyttelton para que después le arrebataran todo. ¿Acaso había sido tan malo hacer bien su trabajo?

—Ten cuidado, ¿vale?

—Siempre lo tengo, mamá —sonrió, acomodándose las dagas en el cinto.

Se aproximó a la posada del pueblo y pidió algo de queso troceado para llevarse. Se sentó en el exterior, sobre unas cajas de madera. La tarde era agradable con una ligera brisa que mecía las hojas de los árboles en un leve susurro, y eso era lo que buscaba ella. Miraba a las gentes ir y venir, pendiente de si lo que les escuchaba podía interesarle, mientras comía los tacos de queso sin apenas saborearlo. Cerca de ella había un hombre delgado y aspecto demacrado pidiendo limosna al que se le acercó otro bastante alto. No les prestó atención y siguió observando al gentío hasta que un olor hizo que su corazón se acelerara. ¡Humo! Alzó la vista y buscó de dónde provenía, viendo una columna que se alzaba imponente y oscura en la parte trasera del pueblo, cerca de los barrios bajos del mismo. A medida que los minutos pasaban, la columna crecía en densidad y la gente comenzaba a comentar lo que estaba sucediendo. Parecía provenir de las granjas, y así lo confirmaron las gentes que llegaban al pueblo. Los rumores iban y venían, pero ahora eran lo de menos. La gente ya pasaba hambre como para que las granjas se echaran a perder. Sus pasos se dirigieron raudos hacia el origen del fuego.

Cuando llegó al lugar pudo ver que la mina cercana también estaba en llamas. ¿Cómo había podido pasar aquello? Se acercó a las gentes que habían llevado material para apagar el fuego, aunque dudaba que fuera suficiente.

—¡Hay gente dentro! —gritó una mujer.

—¡La mina está ardiendo, y la granja de más allá también!

Las llamas lamían con ansia la madera, devorándola lentamente. La gente no saber cómo actuar, y aunque a ella no le gustaba dar órdenes parecía que iba a tener que organizarles. La prioridad era salvar a quien estuviera atrapado dentro de los edificios y la mina y después se centrarían todos en apagar las llamas. Un joven llegó, y poco después el hombre delgaducho junto al grandullón.

Oe, piba. ¿Etás a cargo o qué? ¿Qué ha pasáo? —preguntó el hombre que, si no llegaba a los dos metros de altura, se quedaba muy cerca. Las preguntas era mejor hacerlas después. El tiempo corría en su contra. Se dirigieron al pozo cercano mientras el delgaducho y el otro hombre se aproximaban a la granja. El tipo alto se quitó la camisa y la empapó en un cubo de agua tras llenarlo en el pozo. Ella, por su parte, hizo lo mismo con un pañuelo de tela que sacó del bolsillo derecho de su pantalón y se humedeció la parte de los brazos que no cubría su armadura de verdes colores.

—Será mejor repartirnos —le dijo—. ¡Por aquí!

Guió al hombre hacia la mina, de la cual salía humo. Se detuvieron frente a la entrada. Eliane esperaba no tener que entrar, que lo hiciera él en su lugar. No quería arriesgarse si otros lo hacían por ella, pero tampoco quería dejar a los mineros que allí dentro hubiera a su suerte. Rezaba para que no hubiera explosivos dentro, además.

—Por cierto, soy Asmodeo... si eso.

—...Jane —contestó secamente tras pensar en qué nombre usar.

Al ver que Asmodeo no tomaba la iniciativa, se adentró en la mina, cubriéndose nariz y boca con el pañuelo húmedo. El aire caliente parecía hacer arder su garganta y pecho cada vez que respiraba, oliendo a lo que podrían ser productos químicos. Le extrañaba tal olor, pero prefería centrar su atención en lo que debía en aquel momento. Seguida por el grandullón, se fue adentrando, buscando entre las llamas que se aproximaban con lentitud hacia un carro de explosivos.

—¡A-ayuda...! ¡Estoy atrapado!

Se guió por la voz del hombre entre el crepitar de las llamas y dio con él. Estaba atrapado bajo una vagoneta. Creyendo no poder con ello, le pidió a Asmodeo que la levantara solo, pero al no poder le ayudó y entre ambos lo consiguieron. El minero se arrastró por el suelo y ambos dejaron caer la carretilla. Las papilas gustativas de la mujer se impregnaron de un sabor ácido y desagradable. No sabía qué era aquello, pero tenían que salir de allí cuanto antes. Asmodeo ayudó al minero a ponerse en pie, con las piernas destrozadas, y empezó a recorrer el camino de vuelta al exterior. Eliane, por su parte, se detuvo al escuchar más gritos de auxilio. Varios hombres se hallaban atrapados por un muro de fuego.
—¡Saltad! ¡Esto está a punto de estallar, así que saltadlas si queréis vivir! —les instó.

Armándose de valor, hicieron caso a sus palabras y atravesaron las llamas. La siguieron corriendo hacia el exterior, donde tosiendo y con la garganta al rojo vivo luchaba por llenar sus pulmones de nuevo de aire limpio. Sin embargo, aún no estaban fuera de peligro. Debían apartarse, pues el carro de explosivos podría estallar en cualquier momento. Poco después de hacerlo, un estruendo hizo retumbar incluso el suelo y la metralla salió disparada. Eliane se cubrió la cabeza con las manos y se percató de las quemaduras leves en sus brazos. No las había visto hasta aquel momento, pero entendía porqué sentía un dolor agudo en ellos. Asmodeo, por su parte, había sufrido quemaduras mucho más graves. Decidieron volver, y tras reunirse con el grupo y saber que no se había podido hacer nada por la otra granja, se dirigió de nuevo hacia el pueblo.

En la capilla de Villadorada atendieron sus heridas y las vendaron. Se quedó allí, sentada en uno de los bancos, mirándose las vendas de los brazos. No quería haberse arriesgado tanto. Si a ella le ocurría algo, ¿qué sería de Lucien? No podía permitirlo, y mucho menos por nada. Lord Arthur Lyttelton recordaría el día en que la subestimó. Le había quitado cuanto tenía por considerarla una amenaza, había dejado a la leona hambrienta. Ahora debía ir con pies de plomo, conseguir algo estable y, sobre todo, seguro. Quería volver de una pieza a casa con su familia, con su pequeño cachorro.

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