Cuento de invierno

“Esto llevaba helado mucho más tiempo que tres días, no sé de qué te asombras…”

Eso pensé. Estaba sentada en el sillón de la entrada, como dejada caer. Aún me temblaba el ala derecha del corazón cuando me di cuenta del frío que hacía. El recibidor estaba bajo cero. Había escarcha por las paredes. Sé que parece inverosímil, pero es cierto. Todo estaba blanco de repente. Los cuadros estaban cubiertos de hielo y las fotografías parecían sacadas de un cuento de invierno. Y yo ahí en medio, sentada en ese sillón, esperando a que los ojos me engañaran o a que el tiempo acelerara. Sin saber cómo abrigarme. Sin saber cómo ponerme las cadenas para andar sobre la nieve.

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 Me levanté, a duras penas. Con raquetas en los pies y echando sal por los rincones. Avanzando por el pasillo, paso a paso, lento. La luz se estaba yendo, como pasa con esas lámparas regulables que tanto me gustaba toquetear de pequeña. Rueda arriba, rueda abajo. Más luz, menos luz. Más sonrisa, menos sonrisa. Ánimo regulable, como la lámpara.

Me dieron ganas de justificarme, de explicarle a todos por qué mi sonrisa ya sólo era una cicatriz en la cara. De gritar al mundo por qué ya no había mundo. De razonar con el universo y decirle que no es que estuviera enfadada, que no es que no me gustara lo glacial, era simplemente que por mi ciudad nunca nevaba, de hecho, apenas llovía. Y que no estaba preparada, que no sabía cómo actuar ni cómo vestir para proteger mis cincuenta kilos de todo el frío. Que ya me podrían haber avisado, ¿no?

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Avancé. Al final siempre consigo hacerlo, sea cual sea el terreno. Logré llegar hasta la cocina y saqué los restos gourmet de la caja de Navidad. Té de jazmín. Necesitaba contrarrestar tanto frío con calor. Mil grados y los que hicieran falta. Microondas al máximo. Cuando el agua se hizo fuego, cogí el jersey blanco, ese jaspeado con hilo dorado que tanto me gusta, aunque la verdad es que ya apenas tiene dorado, ahora más bien parece plateado. Me lo puse, abrazándolo. Me siento segura cuando me lo pongo, no sé por qué. Manías de las que no curan los médicos.

Encendí la tele. En todos los canales igual. Frío. Frío. Frío. Ola de frío, nieve, hielo, termómetros en negativo, calefacción a tope, gasto de energía y mal humor. “Que no cuaja la nieve por el este”, dicen. Si es que hay cosas que por más que queramos, no cuajan.



Me da rabia que la gente se sorprenda tanto del frío. ¿Estamos en invierno, no? Lo raro sería que hiciera calor. Lo raro sería que yo ahora mismo tuviera calor.

Pero lo cierto es que empezaba a tenerlo.

Tras el golpe inicial, los grados aumentaban. De menos cinco a diez, de diez a quince. Por eso nos constipamos, por los cambios de temperatura. Como en el amor. A veces creo que en los lugares con climas tropicales la gente parece tan contenta porque no sufren por amor. Se mantienen estables, como la temperatura de sus ciudades. Veinte grados todo el año. Corazón inalterable. Qué suerte, ¿no?

Mientras el té mojaba mis labios, el color morado de éstos iba desapareciendo.

 El temblor de mi ala derecha del corazón ya no existía. Y ya se sabe que todo es mejor cuando se atenúan los temblores del corazón.

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Miré de reojo la nieve en el pasillo y me pareció que ya no había tanta. Apagué la tele y volví a la cocina. Cogí la sal, por si tenía que volver a echarle al suelo, y unas cerillas, porque nunca se sabe cuándo se puede volver a ir la luz.

Dejé la taza sobre la mesa, cogí el bolso y decidí que ese pasillo nevado no podría conmigo. Decidí que esa historia no sería más que otro cuento de invierno que se derrite con el sol de febrero. El más bonito cuento de invierno, tal vez, pero sólo un cuento.

Ese pasillo me hizo darme cuenta. La perspectiva del pasado y del deshielo. La importancia que carece de importancia. Las historias que nunca fueron historias. Porque para que una historia sea historia ha de tener dos protagonistas. Y no, el hielo no cuenta como tal. El hielo nunca cuenta en el amor.

Tal vez me costó asumir eso con él, que el hielo nunca quiere, sólo da frío.

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Andando de nuevo hacia la puerta de la entrada, por el pasillo nevado, volví a querer dar explicaciones al mundo de por qué ahora sí que sentía que había un mundo. E hice algo que desde pequeña no hacía, junto con girar las ruedas de las lámparas: hablar sola.

“Sabes…creo que ya lo veo claro. Y qué más da que estemos en febrero y que el frío me haya traído este temblor tan malo. Ya sabes que por aquí dura poco el frío, de hecho, ya casi es primavera…”

Aun sabiendo que nadie escuchaba, me quedé tranquila.

A veces hay que contarle al universo o al espejo lo que te pasa.

A veces, hay que echarle sal al suelo para volver a andar.



M.

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