Bryant H. McGill
“Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, dijo el tío Ben a Spiderman (aunque quien lo dijera primero fuera Roosevelt, pero al final ya sabéis lo que pasa con estas cosas, que se queda lo último… y más si hablamos de Spiderman, claro). Existen poderes que te llevan a querer salvar el mundo (por auténtica vocación o porque no te queda otra), que te obligan a luchar contra el enemigo, que te empujan hacia un destino del que no puedes escapar y del que, a fuerza de una mezcla de resignación mezclada con una pizca de pasión, te acabas sintiendo orgulloso. “El universo me ha elegido a mí… ¡y sólo a mí!” Y pasa lo que pasa, que te vienes arriba y le coges gusto a eso de ser superhéroe.
Pero existen otro tipo de poderes, poderes mucho más tangibles, mucho más alcanzables por cualquiera de nosotros. No tienen nada que ver con telarañas ni con capas. No tienen nada en común con los típicos dones de estos héroes de cómic. Y lo cierto es que, aunque podáis pensar que no, son mucho más valiosos; poderes como el del respeto o el de la honestidad, o el del amor o la racionalidad. Hablo del poder de las personas, en general. Hablo del poder de las palabras, en particular.
Tal vez no estéis de acuerdo conmigo. Tal vez os vayáis de mi blog para nunca más volver. Tal vez veáis las palabras de una forma diferente a la mía, o que no creáis en su poder como tal. Pero yo sí lo creo. Creo que lo más importante que tenemos es nuestra capacidad para expresarnos, para hablar, para leer, para escribir. Sin las palabras no seríamos más que simples señales de humo. Sin las palabras seríamos la anti-civilización. Nuestro poder para hacer de las palabras algo propio conlleva una gran (grandísima) responsabilidad. Las palabras dichas permanecen, vuelan rápido y chocan de golpe contra quien las recibe, golpean, lloran, aman, sueñan con ser entendidas, ansían ser respetadas.
Y como creo en el respeto y en las palabras, en LEERLAS, en escribirlas y en hablarlas, hoy necesito expresar algo que llevo tiempo pensando y que hoy ha explotado a raíz de un cúmulo de incoherencias de las que he sido testigo a través de mi trabajo como CM.
Hoy en día tenemos la mala —y muy fea— costumbre de alzar nuestra voz más alto que la de nadie, de lanzar palabras como piedras, no como flores. Tenemos la horrible costumbre de escudarnos tras estúpidos nicks y acribillar con tweets a quien se nos ponga por delante. Tenemos, hemos adquirido más bien, la terrorífica necesidad de tener, caiga quien caiga (aunque acabemos cayendo sólo nosotros mismos) nuestro minuto de gloria. En ocasiones, se generan auténticas ciberbatallas totalmente injustificadas, porque muchas veces vienen dadas por una potente falta de comprensión lectora (muchas veces se lía muy parda simplemente porque la gente no lee) de empatía y de lógica. Esto es como cuando te enfadas mucho con alguien y cuando pasan los días alguien te pregunta: “Pero ¿por qué?” y ya ni te acuerdas, porque el inicio del hilo ya queda tan lejos como la raya de la que te has (o os habéis) pasado. Debemos usar con cabeza las redes. No somos conscientes de la suerte que tenemos de poder decir lo que nos dé la real gana, la gran suerte de poder expresarnos y de recibir golpecitos en la espalda a base de RT o favoritos. Pero ojo. A mí siempre me enseñaron que mi libertad termina donde empieza la del otro. ¿Por qué no es válido en las RRSS? ¿Por qué la opinión que “respetamos” cara a cara no la respetamos de cara a un ordenador?
Un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Nuestro poder son nuestros actos, nuestras letras, lo que nos ahoga o lo que nos impulsa a ser mejores personas. Toda palabra tiene su consecuencia. Todo hecho tiene memoria.
Hoy, en este día raro, rojo, o como se quiera llamar, me siento más marciana que nunca. Por ello, ante esta ola de indignación diaria, de rizar el rizo, de buscar las cosquillas ante cualquier mínimo comentario que acaba siendo una bola de nieve, voy a lanzar yo mis dardos, lo que me indigna, lo que me crispa, lo que me deja estupefacta. Desde lo más absurdo hasta lo más grave. Desde lo más dulce a lo más amargo. Desde cero hasta cien. Desde lo más general hasta lo más personal. Ahí va, porque a ver si yo no voy a poder decirlo. Y sin insultar. Porque un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
Carta abierta de una chica indignada.
Me indigna el sonido de mi despertador, tener siempre ojeras, que me salgan canas, que no sea capaz de dejar de morderme las uñas. Me indigna que mi vestido favorito ya no me quede bien, que las sandalias siempre me rocen, que las cremalleras de mis bolsos siempre se estropeen, que los ganchos y gomas de pelo siempre se me pierdan. Me indigna que piensen que ser sensible es sinónimo a ser débil. Me indigna eso de “pelis de tías”, como si fuera despectivo. Me indignan los chicos que con la excusa de “yo es que soy un poco pasota, pero me gustas mucho”, pasen de tu cara, de la de tu madre y de la de toda tu familia. Me indigna que nadie quiera sentir pero todos lean poesía. Me indigna que en los anuncios de compresas todas sean felices; ¿irán dopadas de Ibuprofeno, no? Porque si no, ¡no lo entiendo! Me indigna que cuando digo que no me apetece un plan me insistan y que cuando estoy all by myself , como Bridget Jones, siga así… all by myself.
Me indigna tener que ir siempre corriendo, no poder pararme y que le den al metro, y vagar sin rumbo; y escribir como antes en cualquier café, en cualquier lugar. Me indigna tener una puñetera caja de “La vida es bella” sin gastar desde enero por falta de tiempo. Me indigna no vender todos los libros que soñé y que haya un huevo de gente que publique libros absurdos y los venda como churros. Me indigna que sin enchufes ni hay paraíso; y sin tetas tampoco, ya puestos. Me indigna el ruido crispante que hace mi coche. Me indignan los que te miran mientras aparcas. Me indigna el quinqui que me robó la radio. Me indigna la gente que habla por teléfono en el autobús. Me indigna la gente que no escucha. Me indigna la gente que solo ve el fallo. Me indigna el michelín que me ha salido desde que no trabajo en las Rebajas.
Me indigna que no me lleguen Whatsapps cuando los deseo y que me arda el móvil cuando solo quiero apagar el cerebro. Me indigna que los cuentos no existan, ¿por qué, por qué, por qué no existen, maldita sea?. Me indigna que todo el mundo coma sano menos yo, que todos hagan ejercicio menos yo, que todas se depilen con cera menos yo (¿¡En qué momento pasó todo el mundo a ser perfecto!?). Me indigna ver anuncios por todas partes, que haya tanta información, que haya tanta manipulación. Me indigna que se vea tanto la tele y se lea tan poco. Me indigna que hayan artículos pagados a los llamados influencers que sean bazofia, mal estructurados y con faltas, y que periodistas de los pies a la cabeza se coman los mocos. Me indigna indignarme. Me indignan las paellas precocinadas, los guisantes y el reguetón. Y si me apuras me indigna hasta Shakira, que me pone negra en el anuncio ese de los cruceros, no lo puedo evitar. Me indigna saber que la mayoría de lo que nos rodea es como un decorado barato de teatro, que cada vez hay menos autenticidad, que cada vez hay más caspa.
Me indigna que nadie tenga aguante, que nadie tenga cuerda, que nadie tenga paciencia. Me indigna el insulto, la rabia, la falta de autoestima que se enmascara y esconde en el anonimato, y escupe fuego por los dedos. Me indigna cuando se amenaza, cuando se trata de atemorizar a alguien solo por defender sus ideas, solo por luchar por el bien común. Me indigna el machismo, la violencia física y verbal, lo que no tiene nombre, las fiestas que acaban siendo infiernos diseñados por cuatro o cinco seres que bien podrían desaparecer inmediatamente de la faz de la Tierra. Me indignan las campañas que no funcionan como tal. Me indigna la barbarie, el horror, el hambre. Me indignan los políticos, por mi como si se van todos a tomar por saco, porque solo consiguen encender y cabrear, y poner a los ciudadanos los unos contra los otros mientras ellos se abanican con billetes de quinientos riéndose de todos nosotros. Me indigna perder progresivamente la fe en la honradez de las personas. Me fastidia convertirme en un ser escéptico, amargado, apagado. Por ello escribo esta carta. Porque como persona tengo ciertos poderes y ciertas responsabilidades. Tengo el poder de expresarme con palabras sin ofender a nadie con ello. Tengo la responsabilidad de… exáctamente lo mismo.
Respeto. Tampoco hace falta mucho más para vivir en paz ya sea en en el mundo real o en el 2.0. Respeto. Eso que nos enseñaron en el colegio, vaya. Porque quiero seguir creyendo que la mayoría sí que confiamos en la libertad propia y ajena, en la expresión sin caer en el insulto, en vivir en una maldita realidad mejor.
Respeto.
Usemos nuestro poder con responsabilidad.
Porque si Spiderman pudo salvar al mundo, nosotros más.
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