Ayer fui a visitar a una amiga que acaba de tener a su primer bebé, una niña preciosa que responde al nombre de, digamos, Helena. La tradición establece que en estos casos hay que llevar un regalito y mis amigas y yo, que somos muy cumplidoras, pensamos que debía ser algo práctico, original y bonito. Al final nos decidimos por una tarta de pañales (la de veces que tuvimos que explicar que no se comía, uff) que queda la mar de mona y a los padres les viene que ni pintao para el bolsillo. Causamos sensación con el regalito y a mí me ayudó a elegir el tema de mi reflexión de hoy.
Mientras enrollaba los pañales me puse a pensar en la maternidad, en cómo la llegada de una nueva vida cambia la tuya y la de las personas que están a tu alrededor. La emoción de los primeros momentos, el peso de la responsabilidad, la incertidumbre de un futuro que se adivina agitado... y siguiendo el curso de mis razonamientos llegué a donde llegamos todas las mujeres que no hemos tenido hijos. ¿Será que no puedo saber qué es lo que llaman "el milagro de la vida" porque no soy madre?
Sin querer minimizar la importancia de traer una vida al mundo creo que ese momento es más o menos intenso, más o menos mágico y más o menos trascendental según la conciencia de quien lo vive. Ser madre es un regalo de la Naturaleza; un maravilloso, intenso y grandioso regalo, donde todo nuestro ser se baña de amor incondicional, alegría y entrega. Pero no creo que sea la única forma de sentir la vida en nuestro interior, ni creo que sea la única forma de "dar a luz"...
La Vida está íntimamente ligada a la mujer y transmitirla no es sólo una cuestión física. Cuando educamos, estamos transmitiendo vida; cuando creamos con nuestro arte, estamos transmitiendo vida; cuando amamos, estamos transmitiendo vida. Creo que la mujer puede sentir la vida cuando bucea dentro de ella misma para encontrar su propia esencia, cuando se conecta con su alma inmortal y se reconoce. Cuando se acepta y se muestra a los demás desnuda de máscaras.
Durante muchos siglos el papel de la mujer ha sido relegado a la maternidad, privándola del contacto con lo sagrado, que es la fuente de su energía y de su vida. Privándola de su personalidad multifacética, de su capacidad de ser una y muchas al mismo tiempo. En la antigua Roma existía una figura femenina, muy respetada y querida que se encargaba de la educación de los hijos. Eran las matronas y su misión consistía en transmitir los ideales del ciudadano romano. Pero también se encargaban de cuidar el fuego del hogar, o sea, mantener la llama de lo sagrado encendida para dotar de finalidad espiritual todas las acciones de la familia. Y existía otra figura femenina más importante aún, las Vestales, sacerdotisas vírgenes que dedicaban su vida, con absoluta entrega y dedicación, a cuidar el fuego sagrado de Roma, que es lo mismo que decir el corazón de Roma. Ambas figuras eran de suma importancia y cada una ocupaba su lugar con naturalidad. No se excluían, sino que sumaban.
Lejos quedan ya aquellos tiempos, pero creo que aún hoy podemos sentir el milagro de la vida si volvemos nuestros ojos a la Naturaleza. Cada primavera es un nuevo ciclo que comienza, donde la vida se abre paso tras las dificultades del largo invierno y renace, tierna y fuerte al mismo tiempo. En cada hoja que brota, en cada flor que se abre a los tímidos rayos de sol, en cada árbol que se viste de hojas nuevas, vemos el milagro de la vida. En cada arroyo que se ve inundado por cantarinas y límpidas aguas, vemos el milagro de la vida. Y en los pájaros que retornan, cada primavera, vemos de nuevo el milagro de la vida.
Para todas las mujeres que estas líneas leen: nosotras encarnamos el milagro de la vida.