Hoy vamos a visitar Chinchero, un antiguo e importantísimo enclave en el Valle Sagrado de los Incas. Antes de conocer el lugar nos detenemos en un local donde se nos muestran algunos aspectos de la vida rural de la zona, sobre todo el tratamiento y elaboración de los textiles, y la cría del cui.
Este sitio es sede de una cooperativa que elabora y vende todo tipo de prendas obtenidas de la lana de alpaca y la vicuña y se muestran las distintas etapas del teñido, hilado y tejido de las mismas. Se denomina a estos centros "awana cancha".
Subimos ahora por las tortuosas y empinadas callejuelas del pueblo hasta llegar a su plaza principal.
Hace poco vimos cómo los religiosos que llegaron a Cusco habían levantado un convento sobre un antiguo templo inca, el de Coricancha. En este pueblo de Chinchero ocurrió lo mismo. Se construyó una iglesia con su enorme plaza encima de lo que fue un palacio de la realeza inca.
Fue el inca Túpac Yupanqui el que ordenó construir el palacio, del que sólo queda un muro con diez grandes hornacinas, ya que en 1540 Manco Inca mandó incendiar el complejo para que los españoles no encontraran provisiones cuando asaltaran la ciudad.
La enorme plaza es hoy, como ha sido desde hace siglos, lugar de intercambio comercial para los lugareños, aunque actualmente casi el 100% de lo que venden es una ingente cantidad de recuerdo para los turistas, ya que la venta de productos textiles y agrícolas se ha desplazado a otra zona.
La iglesia de Montserrat, ya que a esta virgen está dedicada la iglesia, se construyó en 1572, y su importancia radica sobre todo en los desgraciadamente poco conservados frescos que decoran el exterior, obra de los artistas indígenas Diego Quispe Tito y Francisco Chiuanito, de la Escuela Cusqueña.
Pero vamos a conocer el sitio arqueológico, uno de los más impresionantes del país.
La importancia de Chinchero radica en la impresionante cantidad de andenes para el cultivo que aún permanecen casi en estado original y los caminos incas que como una tela de araña rodeaban el palacio.
Según los arqueólogos el lugar ya estuvo poblado por la cultura Killke, que se percataron de la riqueza fértil de las tierras que rodeaban el asentamiento.
Son 43 las hectáreas que ocupa el recinto, ocupadas casi en su mayor parte por infinidad de terrazas de cultivo y canales de agua.
Las terrazas cumplían tres funciones:
Por un lado evitaban que la erosión del terreno por lluvias y viento pudiera provocar desprendimientos, por lo que fueron la base sobre la que construir ciudades, casas y templos.
En segundo lugar, la construcción de andenes amplió la superficie de tierra útil para el cultivo, y además aprovechaban mejor el agua de lluvia gracias a los canales que conectaban los niveles de las terrazas.
También servían de centros ceremoniales ya que rodeaban templos y palacios permitiendo la celebración de ofrendas y rituales de las élites religiosas incas.
Continuamos nuestro camino hasta llegar a Ollantaytambo.
Corría el siglo XV, cuando el gobernante inca Pachacútec destruyó el pueblo donde hoy encontramos el sitio arqueológico para construir Ollantaytambo.
Pronto se convirtió en uno de los centros militares, religiosos y agrícolas del imperio inca, y fundamental a la hora de su defensa a la llegada de los españoles.
Fueron estos muros y el inca reinante en 1537 los que vieron la llegada de los españoles, a los que no pudieron resistirse ni enfrentarse y provocaron la huida de sus pobladores a Vilcabamba, en la selva de Cusco.
Hernando Pizarro se hizo cargo de la nueva encomienda y de su gobierno, reconstruyendo el pueblo en la zona llana que anteriormente había ocupado.
De nuevo aquí encontramos el sistema de andenes o terrazas que son la columna vertebral del sitio arqueológico y permitieron su construcción en un terreno con tanta inclinación.
Con 700 metros de largo, 58 de ancho y 15 de profundidad, se orientan para que el sol incida directamente sobre ellas, creando microclimas que permiten varios tipos de cultivo en una sola hilera.
Mientras estamos arriba, si miramos hacia el pueblo y desviamos un poco nuestra mirada a la derecha, hacia la montaña, veremos fácilmente un perfil con forma humana, el de un inca con su tocado, que tenía una función astronómica relacionada con los cultivos. En el solsticio de verano, el sol salía exactamente por ese punto y se daba inicio a los rituales y rogativas de fertilidad para las futuras cosechas. En el de otoño Inti surgía muy por encima del cerro, y era el momento de la siembra para aprovechar las próximas lluvias.
Según los arqueólogos, la fortaleza se construyó con enormes rocas que tuvieron que transportarse desde una cantera que se hallaba a unos 6 kilómetros de distancia, en las orillas del río Urubamba, teniendo que desviar el río para poder sacar y transportar las grandes moles pétreas.
Y son precisamente esas piedras las que nos asombra al acercarnos a ellas y ver que están perfectamente pulidas, con cortes que las hacen encajar con sus vecinas. No podemos imaginar el esfuerzo y medios que supuso el llevarlas hasta allí y subirlas por el empinado y escarpado terreno sin que se fracturaran o rompieran.
La ciudad fue trazada y organizada a imagen de la capital, Cusco, con una forma trapezoidal pero con la complejidad del escapado terreno. En ella vivían unas 1.000 personas, la mayor parte dedicada a trabajos administrativos.
La construcción está rematada por un muro adoratorio que alberga diez alacenas u hornacinas, como complemento del Templo del sol.
Dicho templo está formado por una enorme pared hecha con seis monolitos de pórfido rojo de más de 4 metros de altura y 4 toneladas de peso.
En el recinto encontramos también una plaza y el Kallanka, un enorme edificio que en su momento estuvo completamente cubierto destinado a cuartel del enorme ejército que protegía al Inca y a la región.
Las estancias reales contaban con grandes portones de madera, que franqueaban la entrada de las numerosas habitaciones que se distribuían alrededor del patio central.
También se conservan la mayor parte de sus calles, delimitadas por enormes muros con grandes patios o canchas comunales desde donde se accedía a las viviendas de los pobladores de Ollantaytambo.
Aunque la mayoría de las construcciones de la ciudadela se encuentran concentradas en el escapado cerro, de manera exenta, y frente a ella, encontramos encaramadas a la montaña las qolqas de Pinkuylluna.
Eran estructuras en forma de edificios de un par de plantas destinadas a almacén de granos y textiles. En este caso no estaba integrados en el pueblo, ya que necesitaban estar en lo alto para que el aire fresco que circulaba por su interior a esta altura mantuviera el grano sano y evitara la posibilidad de que la humedad del valle lo pudriera.
De nuevo a ras de suelo podemos acercarnos a otros rincones que tienen que ver con la conducción del agua, como el Templo del Agua, la Fuente Ceremonial o el Baño de la Ñusta.
Estas fuentes tenían un cometido ritual, tanto para los sacerdotes como para la familia del Inca, que varias veces al año se purificaban para asegurar la bondad de las cocechas.
Dejamos atrás el recinto arqueológico y por en el camino de vuelta nos detenemos para observar una curiosa y nueva atracción, las suites colgadas del Skylodge.
Ubicadas a 400 metros de altura y fabricadas en policarbonato y aluminio, las exclusivas suites son sólo accesibles tras escalar los 400 metros que las separan del suelo.
Cada cápsula tiene capacidad para 8 personas y desde ellas se tiene una vista impresionante del Valle Sagrado.
Esa noche nos alojamos en el fabuloso Tierra Viva Valle Sagrado Urubamba, un precioso complejo de 36 habitaciones distribuidas en pareados de dos plantas siguiendo el estilo de las edificaciones rurales del Valle.
El hotel dispone de un magnífico restaurante donde saborear platos típicos peruanos de altísima calidad, en un ambiente relajado e informal.
Las habitaciones son amplias, luminosas y cuidadosamente decoradas, con unos estándares de limpieza y desinfección estrictamente controlados.
El complejo es el lugar perfecto para descansar antes de dirigirnos al último destino de nuestro viaje, Machu Picchu.