La gran casona palacio hunde sus raíces nada menos que en mismísimo día de la fundación de la ciudad, el 18 de enero de 1535, momento en que Pizarro reparte las tierras que la conformarían entre sus oficiales. El lote sobre el que se levanta le correspondería al caballero Jerónimo de Aliaga y Ramírez, y desde ese instante hasta ahora han sido 17 las generaciones que sin interrupción han habitado el edificio.
Dentro de sus paredes se guarda la historia de la ciudad en sus múltiples formas, Algo que podemos apreciar desde su misma entrada, guardada por una reja de madera de cocobolo y tumbaga que es única en Lima.
Impresionante es también el enorme salón dorado, de cuyas paredes cuelgan grandes espejos, muebles de estilo Luis XVII, una gigantesca alfombra francesa, una preciosa estufa de bronce y finos jarrones japoneses, que fueron enriqueciendo la decoración de la casa a lo largo de los siglos.
Uno de los corazones de casa, sin duda, es el precios y fresco patio interior, formado por varias galerías abalconadas y que tanto me recordó a las de mi ciudad San Cristobal de La Laguna, ejemplo para muchas ciudades que se fundarían en América.
Alrededor de él se distribuyen las 30 habitaciones que componen la casona y que suman un total de más de 2.000m². Los azulejos sevillanos se encargan de aportar colorido y elegancia a este patio en cuyo suelo de piedra se escucha el correr del agua en la fuente y en el que crece un gigantesco ficus, quizá recordando el momento en el que aquí se encontraba una antigua huaca, nombre dado a los lugares sagrados de los antiguos pobladores del Perú.
Vamos recorriendo las diferentes estancias, como el comedor que recibe la luz del patio gracias a los grandes ventanales, que nos regala el precioso artesonado de su techo y de cuyas paredes penden retratos de personajes ilustres del virreinato pintados por artistas limeños del siglo XVIII.
Es muy interesante poder vislumbrar retazos de la vida diaria de la familia Aliaga, cuyo cabeza de familia ostenta el título de Conde de San Juan de Lurigancho y Marqués de Celada de la Fuente, como por ejemplo uno de los dormitorios familiares...
O la capilla privada, con privilegio de poder celebrar misa en ella y cuyas paredes estuvieron forradas de planchas de plata. Según la tradición familiar en esta capilla rezaron Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres y tras los paneles de madera se encuentran los restos de muchos miembros de la familia.
Los airosos pasillos nos llevan de una estancia a otra...
Hasta llegar a la última de ellas en el circuito de visita, el Salón de los Azulejos. Aquí los protagonistas son los coloridos azulejos pintados a mano, la enorme chimenea, el retrato del fundador Aliaga y sobre todo, tras una vitrina, su espada, forjada en Solingen, ciudad alemana famosa desde hace siglos por la calidad de su acero.
Dejamos atrás la Casa de Aliaga para visitar un museo, el Larco.
Situado en una enorme casona virreinal del siglo XVIII, el Museo Larco nos ofrece una exposición permanente que recorre cadi 5.000 años de la historia del Perú.
Su fundador, Rafael Larco Hoyle, consiguió reunir más de 45.000 piezas de arte precolombino desde que casi de manera fortuita comenzó a investigar y excavar numerosos sitios arqueológicos a la edad de 26 años.
Considerado uno de los padres y promotores de la arqueología peruana, fue uno de los primeros investigadores en utilizar los estudios estratigráficos y la datación radiocarbónica para conseguir un ordenamiento cronológico de la historia de las culturas del norte del país.
Todo comenzó en 1923, cuando su padre le hizo un regalo que cambiaría toda su vida, y con ello daría comienzo la época dorada de la arqueología peruana. Se trataba de un vaso retrato mochica de un personaje que lleva un tocado de cabezas de ave. Dos años después, la carrera coleccionista de Larco ya es imparable, y le lleva adquirir colecciones privadas para hacer crecer la suya.
Cuando el espacio se hizo insuficiente, Larco adquirió la propiedad que visitamos hoy en día y la preparó concienzudamente para clasificar y exponer las más de 45.000 piezas de obras que había conseguido reunir.
Seguimos recorriendo el museo y pasamos por las famosas "Cabezas clavas", que representan a humanos, felinos, reptiles y aves que se colocaban en los muros de los templos para simbolizar la conexión divina entre los seres creados por los dioses.
En relación con esa religiosidad de los antiguos habitantes del país, la sala anexa nos muestra la curiosa estela Pacopampa, que representa a una divinidad femenina que aglutina rasgos de ave, felino y serpiente, uniendo con ello los tres mundos, el celestial, el terreno y el del inframundo.
Rodeando la estela encontramos innumerables ejemplos de cerámica con formas humanas y animales.
Es innegable el infinito valor que tuvieron los tejidos en el pasado del país, y que algunos investigadores han llegado a comparar con el del oro y la plata. Y no sólo hablamos de vestimenta que diferenciaron a las distintas clases sociales, sino que sirvieron para la difusión de ideario religioso, e incluso para vestir a los muertos en su tránsito al más allá.
Utilizando el algodón como materia prima principal y también la lana de alpaca y vicuña, las mujeres llegaron a conseguir altísimos niveles de maestría en el hilado, teñido, tejido y bordado de piezas de una belleza increible.
La muestra nos habla de las técnicas de confección de las telas y piezas que se realizaban sobre todo con telares horizontales o de cintura, tal y como más tarde veríamos en nuestro recorrido por el país.
Mención aparte, por su importancia, merecen los quipus, que eran el principal método de registro de información para los administradores incas. Gracias a sus cordeles anudados y sus colores se podía llevar un control absoluto de la población, los bienes y productos que enriquecían las arcas del estado.
La curiosa sala 6 nos habla del sincretismo. Con la llegada de los españoles, comenzó el proceso de cristianización de las nuevas tierras, y fue necesario fundir los nuevos elementos que hablaban de vírgenes y santos con las antiguas creencias andinas que honraban a la Madre Tierra y a diversos elementos que componían la vida espiritual diaria de los pobladores del antiguo Perú.
Por su parte, la sala 8 nos habla de las ceremonias de sacrificio, que proporcionaban la fertilidad necesaria para que los inmensos campos de cultivo dieran los frutos tan necesarios para la supervivencia del pueblo.
En la sala 9 se exponen elementos relacionados con aspectos tan dispares y al tiempo tan conectados como la guerra y la música. Cotas de malla, armas e instrumentos musicales tienen su lugar en las vitrinas que componen la sala.
En la 10, la estrella sin duda es el llamado Fardo Huari, el cuerpo de un niño vestido con adornos y una máscara funeraria, preparado para iniciar su viaje al otro mundo. Los estudiosos han llegado a la conclusión, por la calidad de la tela de algodón y los adornos y emblemas de poder que embellecen el fardo, que el infante en cuestión pertenecía a una clase social alta e incluso provenía de un linaje divino.
Hablando de adornos distintivos, las vestiduras ceremoniales de las élites precolombinas incluían placas realizadas en oro y otros metales preciosos que hablaban de su pureza de sangre y los diferenciaban del pueblo llano. Normalmente, en las placas se representaban personajes mitológicos y animales relacionados con las familias nobles.
Cuando los españoles llegaron a tierras incas, llamaron "orejones" a sus nobles, ya que un rasgo distintivo eran sus enormes lóbulos adornados con orejeras de oro o piedras semipreciosas trabajadas en forma de mosaico. Algunas eran tan pesadas que debían ser amarradas en la cabeza.
Desde el origen de los tiempos, los dignatarios religiosos y políticos adornaron su cuerpo con diferentes ornamentos como coronas, narigueras y orejeras, con la clara finalidad de diferenciar su status y posición social, e incluso su origen sagrado.
No debemos considerarlos un mero adorno corporal, sino tener en cuenta que al colocarlos sobre su cuerpo, la persona se transformaba espiritualmente, para identificarse con determinados animales que poseían un poder especial o mágico.
Éstos que vemos nos muestran tocados y adornos funerarios Vicús y Mochicas.
Este riquísimo ajuar funerario Chimú, incluye un adorno frontal con forma de alas de ave, un felino con pico de pájaro y unos pendientes del que cuelgan serpientes, repitiéndose la unión de los tres niveles sagrados.
De igual valor que el oro, la plata también se usaba para adornar la indumentaria de las clases gobernantes en su tránsito a la eternidad, por lo que diademas, pectorales, collares y brazaletes se realizaban en este metal e incluían representaciones de animales sagrados.
Para finalizar la visita, ponemos broche de oro, nunca mejor dicho, con este ajuar funerario Chimú.
Este conjunto que proviene de la ciudad de Chan Chan, tiene dos peculiaridades. La primera es que se relaciona exclusivamente con el llamado Mundo Superior, por los símbolos en la corona, el pectoral y las hombreras que representan a las aves y sol. Y la segunda, que es la única indumentaria Chimú que se conserva completa, ya que la mayoría de estos objetos ceremoniales fueron fundidos por los conquistadores para ser enviados a España.
Después de este baño de oro e historia el hambre apretaba, así que nos fuimos al centro a recuperar fuerzas en un local, de los que hay muchos en Perú que podría ser de los primeros que realizaron cocina de fusión, les hablo de los chifa.
El nombre proviene de la contracción de dos vocablos chinos, chi "comer y fan "arroz".
Y ustedes pensaran que qué tienen que ver los chinos con la comida peruana. Es muy sencillo.
A mediados del siglo XIX, llegaron a Perú centenares de familias chinas de culís, trabajadores poco cualificados que pronto multiplicaron su población e incluso llegaron a fundirse en ocasiones con los peruanos.
Y su comida también lo hizo, combinando los sabores asiáticos del sillao, el kion o el jengibre, con las salsas de ají, el jugo de lima o el cilantro.
Con los chinos llegó el arroz al Perú, en forma de platos de chaufa y que complementaría su dieta de hidratos de carbono que hasta entonces estaba basada en maíz y patatas.
Para remojar la comida y esta curiosa historia probamos la popular Inca Kola.
Este refresco, elaborado a partir de hierbas medicinales y cuyo principal ingrediente es la hierba luisa, fue creado en 1935 por el inmigrante británico Joseph Lindley. De sabor dulce y color amarillo-dorado, como el oro inca, pronto se hizo omnipresente en las mesas peruanas y fue considerada un símbolo del nacionalismo en Perú.
Seguimos recorriendo la ciudad mientras aprovechamos para hacer la digestión y nos acercamos a la impresionante Basílica y Convento de San Francisco.
Aunque la sagrada construcción posee un valor artístico e histórico incalculable, la idea de visitarla surgió sobre todo por lo que se esconde bajo sus cimientos y que la hace destino de muchos visitantes interesados en el misterio y la vida después de la muerte.
En la sala de espera del complejo encontramos una imagen del Niño Jesús Doctorcito, vestido de médico con su estetoscopio y rodeado de juguetes y exvotos de plata.
Tras ser recibidos por nuestro guía en este peculiar paseo, visitamos varias estancias y rincones del monasterio y la iglesia hasta llegar a su joya escondida, las catacumbas.
Desde que se levantó este conjunto monástico en el siglo XVI y debido a la costumbre de la feligresía de ser enterrados en suelo sagrado, surgió la necesidad de crear un espacio subterráneo que pudiera albergar los enterramientos.
Hasta 21.000 cuerpos encontraron el descanso eterno en estas capillas subterráneas de San Francisco, y la tradición hubiera seguido si no fuera porque en 1821 un decreto prohibió seguir usando este espacio y obligó a los familiares de los difuntos a enterrarlos en los cementerios que se habían creado para tal fin.
Su extensión es tal, que ocupa el segundo lugar en tamaño tras las de París y debo decirles que tan sólo se visita una cuarta parte de su totalidad, ya que el complejo es inmenso y aún se siguen haciendo nuevos descubrimientos de pozos sísmicos, bóvedas y niveles.
Tras el descenso al inframundo subimos a la superficie y entramos en la iglesia propiamente dicha.
Recorremos las diferentes capillas que rodean la nave principal, visitando la de la Virgen de los Dolores.
El Señor de las Caídas.
El Cristo Milagroso.
Y la réplica de la Santísima Cruz del Cerro Chalpón de Motupe, cuya festividad de celebra en el mes de agosto y es de gran fama por los favores y milagros concedidos, que suelen agradecerse entregando elaborados mantos que se colocan sobre ella.
Terminamos el día recorriendo otras calles o jirones que nos deparan preciosas sorpresas arquitectónicas, como el Palacio de Torre Tagle, sede actual del Ministerio de Relaciones Exteriores de Perú.
Construida a principios del siglo XVIII para el Marqués de Torre Tagle, la fachada y el interior es una suma de elementos del barroco andaluz en la que destacan dos preciosos balcones de estilo morisco elaborados en madera de cedro y caoba.
En la misma calle, el Palacio Goyeneche, levantado en el mismo siglo que el anterior, tiene influencias francesas en su fachada, suavizadas con el estilo limeño que lo hace único.