Desde el principio, todo fue marea. Agua que aparecía. Agua que se desvanecía. Y allí, en el encuentro de un río con el mar, se yerge, solitario, un peñasco rocoso de 90 metros de altura, accesible sólo en marea baja. Aislamiento.
Esta isla mareal fue adquiriendo, con el tiempo, una cierta mística que la convirtió en el epicentro de un culto religioso. Según la leyenda, en 708, un obispo de Avranches construyó un oratorio dedicado a la adoración del arcángel San Miguel, tras habérselo pedido personalmente el arcángel en tres apariciones sucesivas. Hoy es una colosal abadía benedictina. Religión, alienación.
Actualmente, el monte Saint Michel es el segundo lugar más visitado de Francia, después de París. La otrora aldea religiosa hoy se transformó en una especie de shopping a cielo abierto, repleto de negocios que venden los mismos souvenirs fabricados en serie. Todo con una cuidada estética medieval, claro.
Y, mientras tanto, durante, antes y después, el agua que viene y que se va... siempre las mareas.
En este documental, un vendedor dice que, para él, la marea está representada por la masa de turistas que llegan todas las mañanas y se van todas las tardes. Se calcula que, en verano, llega un promedio de 20 mil personas cada día. Sólo un tercio llega a la abadía, que corona el monte.
Vale el esfuerzo de subir hasta allá arriba. Desde ahí, se obtiene una magnífica vista de toda la bahía Saint-Michel, y se divisan los grupos de turistas que, en marea baja, recorren los alrededores del monte como hormigas...
Otra leyenda cuenta que, en el siglo XV, el río Couesnon (que marcaba la frontera entre Normandía y Bretaña, y en cuya desembocadura se alza St-Michel), se puso repentinamente a fluir al oeste del monte, haciendo así pasar a éste a Normandía: «Le Couesnon, dans sa folie, mît le mont en Normandie» (El Couesnon, en su locura, ponía al monte en Normandía). Sin dudas, un lugar border en el que vale la pena perderse.