Es la cuarta vez que me toca venir a Santiago en apenas 3 años. Y nunca deja de sorprenderme la geografía de esta ciudad. Más que la geografía en sí, lo que los chilenos logran hacer con ella (para entender el sentido de lo que quiero decir, prueben reemplazando la preposición "con" por cualquier otra).
En Buenos Aires, el paisaje (natural) es un tesoro secreto que está allí afuera y al que hay que ir a buscar. Demanda un cierto esfuerzo y tiempo. En Santiago, en cambio, el paisaje se impone por la fuerza: desde cualquier punto de la ciudad, incluso en días brumosos, es posible divisar la cima nevada de alguna cordillera, o algún cerro de esos que afloran en plena urbe.
Suelo envidiar la posición estratégica de Santiago: una hora en auto hacia el oriente, Valle Nevado; una hora hacia el poniente, las playas del Pacífico. En Buenos Aires, en cambio, debemos manejar 4 horas para encontrar una playa marítima o algo parecido a un afloramiento rocoso.
Cada vez que vengo me pasa lo mismo: en algún momento del día (generalmente durante el día), me doy cuenta de que eso que parecía un cirro estático allá en lo alto del cielo es, en verdad, la cresta nevada de la cordillera de los Andes, oculta entre el smog. Para un porteño medio de la llanura como yo, la sensación interna es como la de estar descubriendo algo extraordinario, un coloso de piedra que no pertenece a este mundo. Si bien miro hacia la Cordillera seguido, ese descubrimiento sobreviene siempre de manera súbita, cada vez que vengo. Recién entonces me digo, calma, sí, estoy en Santiago, y eso que estoy viendo con mis propios ojos no es algo sobrenatural: es el mismísimo techo de América (la ciudad se ubica justo allí donde la cordillera de los Andes presenta sus picos más altos, pero la pendiente del lado chileno es muchísimo más abrupta que la del lado mendocino).
Para mí, Chile exige una cierta preparación mental: aquí el orden es vertical, y en varios sentidos. Tal vez esto explique muchas cosas de esta sociedad más ordenada (comparada con la porteña), a riesgo de caer en algún que otro determinismo geográfico. Puede comprobarse con Google Maps: hay puntos de la ciudad en el que los chilenos han logrado superponer en el eje vertical 7 avenidas/autopistas distintas que no se cruzan entre sí en el mismo plano. Aquí, la infraestructura le gana de mano a los software de referenciación geográfica de los GPSs, siempre desactualizados por una nueva autopista que corre debajo del Río Mapocho o por un túnel recientemente inaugurado, que se excavó en plena montaña.
En Argentina, suelo quejarme de la falta de iniciativas de infraestructura. Y recorrer Santiago puede reforzar ese sentir, y algo más: nunca resulta suficiente. Mientras haya una necesidad puntual, hay una obra para ejecutar. En Chile al menos, este modelo mental tiene un sentido bien concreto, sólido, pétreo, firme.
No obstante todo esto, hay puntos de contacto con Buenos Aires (y el resto de América Latina): la deficiencia habitacional junto a barrios privados en los alrededores de la ciudad, el creciente predominio del transporte privado por sobre el público (con la consiguiente congestión vehicular, que en Chile llaman taco), los manteros en las veredas vendiendo "artesanías" chinas importadas o DVDs truchos (¿es un esnobismo hoy no tener reproductor de DVD?) y los shopping o chópínmól, como se pronuncia aquí en Chile. Me habían generado muchas expectativas con el Costanera Center, que era (supuestamente) un chópínmól "futurista". Pero si de modernismo arquitectónico y ammenities se trata, para mí gana el DOT de Buenos Aires.
Otro tema: la comida. Yo sé que puede no resultarle simpático a los chilenos, pero Chile es un país (casi) sin identidad culinaria: no existe la comida chilena. Lo más exclusivamente chileno es el mote con huesillo, que es más bien una bebida. Lo más cercano a Chile a la hora de comer son las empanadas y tamales, también presentes en Argentina y Bolivia. O los ceviches y el lomo a lo pobre, originarios de Perú. No me interesa mezclar ahora la cocina latinoamericana con tratados de geografía post-colonial. No cae bien. El dulce de leche, que no es ningún invento argentino, recibe el nombre de manjar en Chile y Perú (cajeta quemada en México, confiture du lait en Francia, etc.).
Yo creo que la ausencia de identidad culinaria propia resultó funcional a la multiplicación de cadenas de comida rápida/chatarra. Aquí están presentes absolutamente todas: desde McDonalds hasta Kentucky Fried Chicken, pasando por Starbucks y Pizza Dominó. Y la densidad es abrumadora: hay 5 locales por cuadra, en promedio. Hasta los quioscos están organizados en forma de cadena de tipo drug store. Lamentablemente, muchos en Argentina todavía están midiendo el progreso de un país por ese lado.
Mañana jueves vuelvo al ritmo de lo plano, de los secretos que hay que ir a buscar... Y todavía no sé muy bien cómo se hace. Eso, vivir en Buenos Aires. Cada vez la quiero más y la entiendo menos.