(Inglés, 1564-1616)
ACTO TERCERO
ESCENA I
Galería de Palacio.
(Entran el Rey, la Reina, Polonio, Ofelia, Rosencrantz y Guildenstern.)
REY.—¿Y a través de circunloquios no podéis averiguar por qué afecta ese trastorno y se crispa el sosiego a tal extremo con su demencia destemplada y peligrosa?
ROSENCRANTZ.—Reconoce que se siente perturbado, mas no hay modo de que diga por qué causa.
GUILDENSTERN.—Ni parece que se deje sondear: cuando queremos llevarle a que revele su estado verdadero, rehúye la ocasión con su locura fingida.
REINA.—¿Os acogió bien?
ROSENCRANTZ.—Como todo un caballero.
GUILDENSTERN.—Y, sin embargo, muy forzado.
ROSENCRANTZ.—Se resistía a conversar, mas respondió a nuestras preguntas sin reservas.
REINA.—¿Le animasteis con alguna distracción?
ROSENCRANTZ.—Señora, sucedió que, de camino, dejamos atrás a unos actores. Le hablamos de ellos y, por lo visto, se alegró con la noticia. Ahora ya se encuentran en la corte y creo que tienen el encargo de actuar esta noche en su presencia.
POLONIO.—Muy cierto, y me ha rogado que suplique a Vuestras Majestades que asistáis a la función.
REY.—Con toda el alma, y me complace sumamente que esté con ese ánimo. —Caballeros, alentadle un poco más y seguid llevándole hacia estas diversiones.
ROSENCRANTZ.—Sí, Majestad.
(Salen Rosencrantz y Guildenstern.)
REY.—Querida Gertrudis, déjanos tú también, pues hemos planeado que venga aquí Hamlet para que pueda encontrarse con Ofelia como por azar. Su padre y yo mismo, legítimos espías, haremos de tal modo que, viendo sin ser vistos, podamos juzgar el encuentro con certeza y deducir de su conducta si lo que tanto le aqueja es realmente una afección amorosa.
REINA.—Te obedezco. —En cuanto a ti, Ofelia, me alegraría que la causa de la insania de Hamlet fueran tus encantos, como espero que, por el bien de los dos, tus virtudes le devuelvan al camino acostumbrado.
OFELIA.—Así lo espero, señora.
(Sale la Reina.)
POLONIO.—Ofelia, pasea por aquí. —Majestad, si os place, vamos a ocultarnos. —Tú lee este libro: tal muestra de recogimiento explicará tu soledad. —En esto no obramos bien: como prueba la experiencia, con el rostro devoto y el acto piadoso hacemos atrayente al propio diablo.
REY.—(Aparte.) ¡Gran verdad! ¡Qué duro latigazo a mi conciencia! La cara de una golfa, repintada de color, no es más fea con el afeite que se aplica que mis actos con mis falsas palabras. ¡Ah, qué pesada carga!
POLONIO.—Ya viene; retirémonos, señor. (Salen el Rey y Polonio.)
(Entra Hamlet.)
HAMLET.—Ser o no ser, esa es la cuestión: si es más noble para el alma soportar las flechas y pedradas de la áspera Fortuna o armarse contra un mar de adversidades y darles fin en el encuentro. Morir: dormir, nada más. Y si durmiendo terminaran las angustias y los mil ataques naturales herencia de la carne, sería una conclusión seriamente deseable. Morir, dormir: dormir, tal vez soñar. Sí, ése es el estorbo; pues qué podríamos soñar en nuestro sueño eterno ya libres del agobio terrenal, es una consideración que frena el juicio y da tan larga vida a la desgracia. Pues, ¿quién soportaría los azotes e injurias de este mundo, el desmán del tirano, la afrenta del soberbio, las penas del amor menospreciado, la tardanza de la ley, la arrogancia del cargo, los insultos que sufre la paciencia, pudiendo cerrar cuentas uno mismo con un simple puñal? ¿Quién lleva esas cargas, gimiendo y sudando bajo el peso de esta vida, si no es porque el temor al más allá, la tierra inexplorada de cuyas fronteras ningún viajero vuelve, detiene los sentidos y nos hace soportar los males que tenemos antes que huir hacia otros que ignoramos? La conciencia nos vuelve unos cobardes, el color natural de nuestro ánimo se mustia con el pálido matiz del pensamiento, y empresas de gran peso y entidad por tal motivo se desvían de su curso y ya no son acción. —Pero, alto: la bella Ofelia. Hermosa, en tus plegarias recuerda mis pecados.
OFELIA.—Mi señor, ¿cómo ha estado Vuestra Alteza todos estos días?
HAMLET.—Con humildad os lo agradezco: bien, bien, bien.
OFELIA.—Señor, aquí tengo recuerdos que me disteis y que hace tiempo pensaba devolveros. Os lo suplico, tomadlos.
HAMLET.—No, no. Yo nunca os di nada.
OFELIA.—Mi señor, sabéis muy bien que sí, y con ellos palabras de aliento tan dulce que les daban más valor. Perdida su fragancia, tomad vuestros presentes: para el ánimo noble, cuando olvida el donante se empobrecen sus dones. Tomad, señor.
HAMLET.—¡Ajá! ¿Eres honesta?
OFELIA.—¡Señor!
HAMLET.—¿Eres bella?
OFELIA.—¿Qué queréis decir?
HAMLET.—Que si eres honesta y bella, tu honestidad no debe permitir el trato con tu belleza.
OFELIA.—¿Puede haber mejor comercio, señor, que el de honestidad y belleza?
HAMLET.—Pues sí, porque la belleza puede transformar la honestidad en alcahueta antes que la honestidad vuelva honesta a la belleza. Antiguamente esto era un absurdo, pero ahora los tiempos lo confirman. Antes te amaba.
OFELIA.—Señor, me lo hicisteis creer.
HAMLET.—No debías haberme creído, pues la virtud no se puede injertar en nuestro viejo tronco sin que quede algún resabio. Así que no te amaba.
OFELIA.—Mas me engañé.
HAMLET.—¡Vete a un convento! ¿Es que quieres criar pecadores? Yo soy bastante decente, pero puedo acusarme de cosas tales que más valdría que mi madre no me hubiese engendrado. Soy muy orgulloso, vengador, ambicioso, con más disposición para hacer daño que ideas para concebirlo, imaginación para plasmarlo o tiempo para cumplirlo. ¿Por qué gente como yo ha de arrastrarse entre la tierra y el cielo? Todos somos unos miserables: no nos creas a ninguno. Venga, vete a un convento. ¿Dónde está tu padre?[1]
OFELIA.—En casa, señor.
HAMLET.—Cerrad bien las puertas, que sólo haga el bobo allí dentro. Adiós.
OFELIA.—¡El cielo le asista!
HAMLET.—Si te casas, sea mi dote esta maldición: serás más casta que el hielo y más pura que la nieve, y no podrás evitar la calumnia. Vete a un convento, anda, adiós. O si es que has de casarte, cásate con un tonto, pues el listo sabe bien los cuernos que ponéis. A un convento, vamos, deprisa. Adiós.
OFELIA.—¡Santos del cielo, curadle!
HAMLET.—Sé muy bien lo de vuestros afeites. Dios os da una cara y vosotras os hacéis otra. Andáis a saltitos o pausado, gangueando bautizáis todo lo creado, y hacéis pasar por inocencia vuestros dengues.
Muy bien, se acabó; me ha vuelto loco. Ya no habrá más matrimonios. De los que ya están casados vivirán todos menos uno. Los demás, que sigan como están. ¡A un convento, vamos!
(Sale.)
OFELIA.—¡Ah, qué noble inteligencia destruida! Del cortesano, el sabio y el soldado, el ojo, la lengua, la espada. Esperanza y flor de nuestro reino, espejo de elegancia y modelo de conducta, blanco de observantes, y ahora destrozado. Y yo, la mujer más abatida, que gozó de la miel de sus promesas, veo ese noble y soberano entendimiento destemplado cual campanas que disuenan, esa estampa sin par de perfecta juventud perdida en el delirio. ¡Pobre de mí! Tener que ver esto, y no lo que vi.
(Entran el Rey y Polonio.)
REY.—¿Amor? No, por ahí no se encamina y, aunque fuera algo confuso, lo que ha dicho no es indicio de locura. Algo lleva en el alma que su melancolía está incubando y temo que al romperse el cascarón habrá peligro. Para evitarlo, como medida inmediata he decidido que parta sin demora hacia Inglaterra a reclamar el tributo que nos debe. Quizá la travesía, el cambio de país y de escenario consigan arrancarle de su pecho la inquietud tan arraigada, que no deja reposo a su cerebro y le saca de sí mismo. ¿Qué os parece?
POLONIO.—Le hará bien. Aunque yo sigo creyendo que la causa y fundamento de su mal es amor desestimado. —¿Qué hay, Ofelia? No nos cuentes lo del Príncipe Hamlet: lo hemos oído todo. —Señor, obrad como gustéis, mas, si os parece, después de la función, permitid que su madre, la reina, le inste a solas a que revele sus penas. Que sea clara con él. Yo, con vuestra venia, pondré mi oído al alcance de su plática. Si nada descubre, mandadle a Inglaterra o recluidle donde juzguéis conveniente.
REY.—Vigiladle. La locura de un grande no debe descuidarse.
(Salen.)