Pero es que ya no puedo hacer nada para desandar lo andado. Y no quiero hacerlo, ¿cómo querría hacer algo así? Porque esto es brutal. Brutal. Es la tercera vez que escribo esa palabra en lo que va de noche. Las otras dos se las he dedicado a Elvira de Compartiendo macarrones. Esa chica es sumamente brillante, así que si no la seguís, ya estáis tardando. Y ella precisamente ha sido la que me ha tocado una fibra dormida. La fibra-teclado. Y si os digo la verdad, estoy escribiendo como si me saltaran del corazón las palabras, a toda mecha, como dirían aquéllos, porque además empieza ya “El Príncipe” y qué queréis que os diga…mi motivación de los martes sigue siendo Morey. Y aún no he tocado ni la cena. Debe estar congelada. Pero bueno, para algo se inventó el microondas, no?
El caso es que leer a Elvira y ponerme a llorar como una imbécil, me ha hecho pensar en muchas cosas. A pesar de que me emociono hasta con las moscas que pasan, ese roce directo al alma, sólo lo consiguen unos pocos privilegiados. Creo que me he vuelto tan exigente con los demás como conmigo misma, y nunca nada es suficiente. Siempre espero más de las cosas. Espero ese algo que se me quede guardado durante días. Esa sensación que rompa con todo.
Exigencia. Creo que me he vuelto un poco sabionda. ¿Será que estoy amargada? Qué va, no lo creo. Pero necesitaba un “Eh! Qué pasa contigo!?” Y volver a tomarme un café conmigo misma. Y volver a empezar, otra vez. Y volver a escuchar esta canción. Y cantarla como cuándo no había nada mejor que hacer que escuchar ese disco. Y sentir por sentir. Las personas que escribimos, tratamos de alcanzar al receptor y lograr de ese modo que se entienda el mensaje. Y pensamos, pensamos mucho. Y nos estrujamos el cerebro encontrando el camino adecuado, sin pensar que la clave siempre está en no pensar.
Reencontrar esa clave, ese algo que me traspasa, me ha hecho entender que una no puede escudarse por mucho tiempo en cosas que no se sostienen por más que las apuntalemos. Cosas superficiales, artificios sin pies ni cabeza, palabrería y fotos retocadas. Vivimos escribiendo el eterno guión de una vida perfecta, añadiendo hashtags que por más que quiera NO entiendo (poner “te quiero” con un hashtag? Qué leches es eso?). Vivimos dando la espalda a nuestro verdadero yo, porque ese se ve que no pega bien con las redes sociales. Estamos llegando a ese aterrador punto en el que sólo conseguimos sentirnos importantes por el número de palmaditas recibidas en la espalda. A veces imagino a todos esos tuiteros-bloggeros-youtubers-instagramers con la mano levantada como en el colegio, gritando “Yoo! Yoo! Yoo!! Yo lo sé!!”, llamando la atención, queriendo que alguien les haga caso, queriendo que alguien nos haga caso.
Pero a quién queremos engañar.
En serio.
Me podéis decir misa. Exponerme vuestros motivos. Recitarme vuestras cosas buenas, vuestros pros, siempre los pros (ah, no! se me olvidaba que ahora se llevan también mucho los “contras”). Pero a mi no me la coláis. No cuela para nada. Porque yo misma hice un doctorado en “tratar de colarla”, aunque no aprobé ni raspada. Y ahora en serio, ¿a quién queremos engañar?
Creo que sólo somos como críos, intentando ser imprescindibles para un colectivo, porque no lo hemos podido ser para alguien en concreto.
No somos más que un montón de seres faltos de abrazos y besos, de un “ven, que te invito a un café y me cuentas”, de una llamada que nos toque el corazón. Creo que mostramos nuestras virtudes para que nadie pueda ver nuestras carencias, pero olvidamos que las llevamos tan adentro que siempre acaban saliendo cuando nos miramos al espejo. Creo que no somos más que gente que lucha por encontrar un buen lugar en el mundo, gente a la que no se lo están poniendo nada fácil, nada. Y queremos ser tan auténticos, tan especiales, que, joder, dejamos de serlo, porque en el transcurso de esa búsqueda, en ese camino, nos olvidamos de lo esencial.
¿Y qué es lo esencial?
Pues no lo sé, pero a veces, cuando me desvelo y empiezo a pensar en cosas que me aterran, como la muerte o la enfermedad, empiezo a pensar, sin quererlo, en lo que haría de verdad si de verdad valorara el tiempo que tengo.
Con quién pasaría mis horas. A quién le daría un beso sin pensar en si luego vendría el arrepentimiento. Qué vuelo cogería para, simplemente, dar las gracias. Con quién tendría una última cena. A quién le diría que le quiero otras cincuenta mil veces más. Por quién volvería a escribir hasta que me sangraran las yemas de los dedos.
Qué caro es el tiempo, desde luego. Ya lo decían ellos. En aquellos días en los que una canción pop nos bastaba para ser felices.
Qué simple es la felicidad y qué complicada la hacemos, en serio. Con lo fácil que sería si valoráramos más la vida que tenemos, si aceptáramos más quiénes somos realmente, sin tratar de maquillarnos.
Anoche, mientras fregaba los platos, volví a sentir esa felicidad real, la que te hace llorar y te trae de nuevo todas las mil y una sensaciones que te han hecho crecer como persona. Ese tipo de felicidad, esa que no se muestra en un selfie, la que te llena las mejillas de rimmel reseco y te corta el aliento, pensando en todo lo que has aprendido, en todo el tiempo que ha pasado, en todo lo que queda por vivir y en cómo quieres vivirlo. Como un trueno cayendo de pleno en tu cocina mientras recalientas la cena, mientras esperas que vaya la serie de los martes.
Felicidad real no es sinónimo de sonreír, es sinónimo de sentir el estruendo.
Porque antes que falsas risas, prefiero mil lágrimas sinceras.
M.
Archivado en: Cosas que contar(os) Tagged: compartiendo macarrones, Felicidad, fingir, postureo, sinceridad