(La lista de los nombres olvidados)
“Ya no había nadie, pero todavía quedaba el poso de cada historia que durante el día había acontecido. Se podía adivinar quién había estado en cada silla, sólo había que afinar la vista y el olfato, y seguir las notas de vainilla y chocolate hasta que el camino terminase, hasta dar con ella de nuevo…”
Como un jardín de invierno, como música francesa y bizcocho recién hecho. Red Velvet, Carrot Cake, forja rosa y corazones de madera. Sencillez hecha magia, magdalenas y cupcakes.
Senyoreta Magdalena.
El tintineo de la cucharita de café anunciaba que ya eran las 20:00. Poca gente alrededor, como era de esperar. Era un jueves que amenazaba lluvia y mal humor, de esos que te abren la nostalgia y te cierran la sonrisa. De esos que, en un momento dado, cuando el reloj apunta que ya es casi la hora de cerrar, te recuerdan tu soledad entre las hojas de algún libro.
Creo que la gente le teme a esos días de principios de Otoño: muchos necesitan que los rayos de sol les recuerden que están vivos. Cuando las nubes asoman con días cortos y aire fresco, la inseguridad aflora y nos reta a crear nuestro propia fuente de calor, nos reta a iluminarnos y a sentirnos vivos sin ningún empujoncito externo, sin que el sol nos chive la clave de la felicidad.
Como iba diciendo, eran las 20:00. Creo que por mi profesión me he aficionado a ser la última en salir de los sitios (y muchas veces, también la última en llegar), en ser la última en marcharme cuando se cierra el telón y sólo quedan las luces de emergencia y la alarma que anuncia que hay que darse prisa. Me gustan esos últimos momentos antes de que se acabe la función, me hace sentirme necesaria, como si en realidad, fuera una pieza fundamental, o al menos un reflejo de ello.
Eran las 20:00. ¿Ya lo he dicho antes, no? Entre mis pensamientos y el olor a mantequilla y limón, apareció ella. Tenía más arrugas en la piel que en el alma, más de las que tenía el sofá de piel cuando me levanté de él, más de las que tenía el periódico de ayer. Vestía un jersey azul, y un delantal blanco. El collar de perlas le daba la elegancia que las manos manchadas de harina le restaban, y las gafas le conferían ese aspecto enternecedor que poseen las personas con muchas historias vividas. Llevaba el pelo gris recogido en un moño y andaba encogida por los años y los huesos. Miró mi plato repleto de cupcakes, y mientras se sentaba enfrente mía dijo entre dientes con una leve sonrisa…
-¿Sabes…? Yo sólo dejaba de comer cuando estaba enamorada.
-¿Disculpe…?-dije sin entender nada.
-Sí, ya sabes. Cuando estaba enamorada miraba los platos, como estás haciendo tú ahora, pero no comía casi nada. Algunas veces, cuando se me deshacía el nudo que iba de la garganta al estómago, hacía bizcochos con fresa, miel y vainilla. A veces le ponía canela también, y caramelo. Vaya mezcla, ¿no crees? Pero era lo único que conseguía comer para no acabar adelgazando por amor. Estaba convencida de que ese bizcocho tenía poderes curazones.
-¿Curazones?
-Si cariño, de esos que curan corazones. Tú deberías saberlo. Tienes ojos de haber querido y manos de haber llorado.
-¿Cómo…?
Noté que la voz se me entrecortaba y preferí callarme. Algunas veces es mejor mirar a otro lado y asentir.
Y comer cupcakes.
Cuando levanté la vista de las migas que quedaban en el plato, ella ya no estaba. Me levanté, sin soltar la taza de café, dispuesta a dar con ella y averiguar quién era. Quería saber porqué me había dicho eso. Quería que me contara su historia y ya puestos, que me diera la receta del bizcocho curazones. Dí varias vueltas, pero solamente encontré el olor que había dejado por el camino a pan recién hecho y a magdalenas de chocolate.
Al rato, cuando volví a mi mesa, vi un papel escrito a lápiz junto a mi libreta. Era un trozo de folio con manchas de fondant color fresa, un poco arrugado. Lo cogí con cuidado, leyendo poco a poco las letras en cursiva…
“Siento irme así, pero es que a veces tiendo a desaparecer. Sé que a ti te pasa igual, por eso sé que me entenderás. Verás, cariño, el desamor es como el papel que envuelve las magdalenas: has de separarlo con cuidado pero firme, y nunca, bajo ningún concepto, comértelo. Cuando despegues bien el papel, disfruta de la magdalena, vuelve a llenar tu vida de dulce y haz que dure”
Haz que dure.
Esas palabras empezaron a resonar fuerte en mi cabeza. Tal vez en eso consistía la vida. Tal vez, la clave esté en estirar los momentos de felicidad como si fueran chicle, hasta que ya no den más de sí. Tal vez todo sea tan sencillo como quitarle a lo bueno el papel que le sobra y saborearlo, sin más.
Cuando ya me iba a casa, la volví a ver. No dijo nada, ni palabras ni notas.
Esta vez sólo sonrió.
Y yo con ella.
La chica de los jueves.
Lugar: Senyoreta Magdalena
Fotografías: Rocío Navarro
GRACIAS por este primer “lugar”.
GRACIAS por ayudarme a cumplir metas y proyectos.
GRACIAS POR LEER!
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