Me preocupa que se esté normalizando el llevar el estrés hasta límites insospechados y creer que lo normal es eso, porque la vida es trabajar hasta que anochece, empanarte de cara a la tele, dormir cinco horas y vuelta a empezar. Y no pasa nada, porque lo normal es producir, decir que no a montones de planes, no ver a tus amigas, ahorrar en cervezas, no jugar con sobrinos, hijos, mascotas, lo que sea que quieras más que a nada; no tener tiempo para ti. Ser un mueble más de tu casa de cara a un ordenador que solo habla modo robot con monosílabos y respirando lo justo y necesario para no perder mucho tiempo. Perder los instantes que de verdad te hacen feliz, los ratos donde solo estás tú y lo que más te gusta hacer en la vida.
Me gustaría que, para variar, toda la gente influyente en redes sociales, todas aquellas mujeres que parecen siempre estresadísimas impregnando su estrés por doquier, dieran un golpetazo sobre el teclado y dijera un “hasta aquí”. Porque no es normal que vayamos como vamos. Y que encima, hagamos como que no pasa nada. El hecho de ser una mujer trabajadora, madre, soñadora, con metas y retos diarios no tendría que impedir cosas tan básicas como darte un puñetero baño con espuma o ir a la maldita peluquería a ponerte el puñetero tinte. O decir que sí a esa vuelta por el centro. O decir que sí a quemar un poco de sueldo siendo materialista y NO perfecta aunque sea por una mísera hora a la semana. Y comprarte los puñeteros vaqueros que llevas queriéndote comprar desde hace días porque los tuyos se han quedado un par de tallas atrás de tanto hacer culo sentada en una silla. ¡Jxder!
No es normal no tener horas para dormir lo suficiente. No es normal no tener minutos para criticar el mundo con tus amigas o para hacerte un Martini con su olivita rellena de anchoa… (ay Martini, cuánto te echo de menos…). No es normal ir hecha una andrajosa por no tener tiempo para sacar la ropa de otoño. Porque sí, sé que si eres como yo, seguirás combinando como puedes la ropa menos fresca del verano con las zapatillas más decentes y menos abrigadas del invierno. Y así no. ASÍ no.
Pero claro, cuando los ovarios se te irritan y empiezas a sentir ganas de gritar, abres Instagram o Facebook y empiezas a ver a un montón de gente que hace muchas más cosas que tú (¿WTF?) y a pesar de sus caras de estrés parecen reconfortados. Gente todoterreno que cuenta a cada minuto lo que hace, lo que come, lo que lleva puesto. Gente que te dice que los sueños se cumplen. Gente que cuelga fotos de esas chungas de las que pongo yo del rollo de… “Si sientes miedo es que es lo que tienes que hacer” o “Nunca te conformes, busca la perfección”. ¿CÓMO? Todo el rato comiéndonos la cabeza con que no seamos perfectas pero… ¿esto? Y mientras tanto tú. Que miras al infinito de tu timeline buscando comprensión, esperando que alguien diga… ¡SIIII, YO TAMBIÉN ESTOY HASTA LOS COJXXXX! Pero no.
STOP. Nadie puede avanzar con tanta presión.
Como persona que ha luchado, que lucha y que seguirá luchando por mejorar y seguir consiguiendo sus sueños, si me admitís un consejo, os lo daré con todo el cariño que puede dar alguien que os siente muy de cerca.
Cada uno tiene que hacer lo que siente que ha de hacer. Si tiene metas e ilusiones, ha de tratar de alcanzarlas por supuesto. Si tiene sueños, a por ellos de cabeza. Si ha decidido crecer en su trabajo, adelante. Pero ojo: Que el camino hacia una mejor vida (o lo que nosotros creemos que será mejor) no nos haga pensar que nuestra vida real no es la vida que merece la pena ser vivida. El inconformismo nos hace mejorar, es muy cierto, pero también nos hace en cierta medida infelices. Ser inconformes nos hace creer que siempre merecemos algo mejor y ese afán de acaparar más y más, muchas veces nos hace menospreciar el pack completo de lo que sí tenemos.
Y descuidamos a quienes sí están por lo que ni siquiera sabemos si acabará llegando. Hipotecamos el mínimo tiempo que tenemos con la cabeza en otra parte, soñando lejos, pensando aparte. Imaginamos otro lugar, un lugar que nos merezca. Imaginamos otra rutina, una rutina que nos merezca. Y personas. Personas a nuestra altura. ¿Pero en qué nos estamos convirtiendo? Exigimos tanto que cada vez damos menos. ¿Quiénes nos hemos creído para pensar que todo lo merecemos cuando ni siquiera prestamos atención a quienes lo darían todo por un poco de nuestro tiempo?
No sé vosotros, pero yo hoy he decidido dejar de pedir tanto, de exigir tanto, de ver tanto como normal el no tener tiempo para rascarme la nariz.
Y voy a conformarme. Aunque sea solo un rato cada día.
Y voy a respirar. Aunque sea solo un rato cada día.
Y voy a decir hasta aquí cuando sea necesario y nunca, bajo ningún concepto, me pospondré hasta la última tarea pendiente.
Y voy a regalar tiempo. A darlo. Aunque sea poco. Aunque sea solo unos minutos al día.
Y para variar un rato, voy a dejar de esperar tanto, de agobiarme tanto, de querer tanto y tan rápido, de estresarme tanto.
Y para romper con todo, haré algo, algo a lo que no estoy acostumbrada: daré las gracias. Prometo cada mañana dar las gracias por lo que tengo, por lo que está a mi lado, por quien me abraza aunque mi mente a veces no agarre con fuerza sus brazos.
Prometo dar las gracias por los sueños, pero también por la realidad.
Y sobre todo, prometo, aunque sea solo de vez en cuando…
Respirar.
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