Puff. Y qué escribo yo ahora que se acerca el temido día de los enamorados y que no quiero escribir sobre Grey. ¿Qué escribe una sobre enamoramiento cuando no está enamorada? Ahí entra en juego la imaginación del casi no-escritor, la inventiva basada en segundos que te han erizado la piel, la capacidad de condensar vivencias (no) propias (ni) ajenas, pasadas-presentes-futuras. Esa fingida facilidad para parecer que las palabras saltan del teclado, como si no costara encontrar la puñetera palabra que meter en el momento exacto.
Como si no costara hablar de amor.
Y parece sencillo, porque es un mal común. Una enfermedad que a todos nos afecta y que se repite, que no inmuniza. Como la gripe, que todos los inviernos te pilla por sorpresa, como si no supieras que cabe la posibilidad de que aparezca. Pero aunque sea un engorro, creo que por suerte, el amor es así.
Prefiero que sea como la gripe y no como la varicela, que una vez la sufres y la superas, jamás vuelve a tocarte.
Así que nada, aquí estoy, a petición popular, escribiendo algo sobre amor
¿Se seguirá celebrando el catorce de febrero cuando ella sea mayor? Espero que sí, aunque no sea mi día del año favorito. “Es como una obligación”, me dijo un amigo el otro día. Yo le dije que las Navidades también lo eran, pero que a nadie le gusta pasarlas en soledad. Tal vez la comparativa no es excesivamente…correcta, pero fue lo primero que se me ocurrió para rebatirle. Y eso que ya os digo, no es que me guste, pero me da rabia que la gente lo critique.
Supongo que es porque soy una romántica enmascarada que intenta pasar desapercibida en el nuevo contexto amoroso-social. Supongo que es porque me gusta hablar de esto sabiendo que va a leerlo gente que comprende lo que digo, cuando a veces no me entiendo ni yo. Supongo, que también, es porque en el fondo me encantaría celebrarlo llevando puesto lo que llevan las maniquís en los escaparates de Woman’s Secret y con un guapérrimo príncipe azul al lado. Aunque no se llamara Christian y fuera Manolo, pero que fuera capaz de cruzar tierra y fuego por mi, y no sólo acudir a las tres de la madrugada al cutre-pub de turno esperando un premio, como un chimpancé esperando cacahuetes y palmaditas. Que no. Siento decirte que no.
Cuando pasas la barrera de los veintiséis, creo que ya no vale todo. Los “qué no!” se repiten porque ya no basta. Porque vas descubriendo, que tal vez, lo más importante de tu vida amorosa seas tú. Porque vas entendiendo mejor eso de que el amor de tu vida tienes que ser tú mismo.
A fin de cuentas, el amor no hay que hacerlo mucho más grave de lo que es, porque ya os digo yo que es sólo un juego.
Un juego con estrategia, con normas, con dados y con ruletas. Un juego en el que, de primeras, no hay que mostrar las cartas. Un juego en el que cuando te metes de verdad, cuando decides participar, hay que apostarlo todo al rojo. Creo que debemos entenderlo así. El amor es un juego en el que, al menos, hay que participar. Un juego en el que no sabes si ganarás o perderás. “Yo he venido a pasarlo bien y a jugar”, eso dicen en los concursos de la tele, ¿no? Pero la verdad es que a nadie le gusta perder y llevarse a casa un mísero juego de mesa para pasar los domingos por la tarde.
La verdad es que siempre queremos ganar.
La verdad es que creo que lo más importante, además de jugar, es sentir de verdad que se está siendo feliz, al menos cinco minutos al día. Todo lo que no sea eso…tal vez no se corresponda con la clase de amor que merezcamos vivir.
No sé. Igual tendría que haber escrito sobre las sombras del tal Grey y haber dejado mis teorías de aprendiz de Carrie para mi diario (es mentira, no tengo diario).
Aunque no.
Espero que hagáis lo que hagáis el catorce del dos, ya sea quedaros en casa, ir al cine, salir con amigas, con novios, amantes o mascotas, seáis muy felices, pero de verdad.
Quiérete mucho.
Con mucho amor,
M.
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