La antigüedad nos legó una ciudad, perpetuada a través de los siglos en las entrañas de la tierra y como un tesoro la ofreció a la Humanidad para que de ella aprendiera. Como el ave Fénix, Pompeya surgió de sus cenizas y se mostró al mundo como una fuente inagotable de enseñanzas, como una puerta mágica por la que mirar a través de la Historia. Sus casas, sus calles, nos permiten conocer cómo vivían sus gentes, cuáles eran sus oficios, su vida cotidiana? una leyenda escrita en la piedra de sus muros y caminos, en las pinturas de sus paredes, en el agua de sus fuentes, como un inmenso libro, abierto a los ojos de quienes saben ver.
En Pompeya nada estaba dejado al azar. Todo tenía una finalidad y un sentido trascendente. ¡Cuántas muchachas oraban al trenzar sus cabellos, al cuidar un jardín o velando el cuidado de los fuegos sagrados!... Los antiguos romanos ganaron una batalla al tiempo haciendo un buen uso de él. Y así como dividían el día ?tiempo para el trabajo, tiempo para el alma- también dividían sus casas, dedicando cada estancia a un uso concreto y armonizándola con la idea para la que había sido concebida. Una de las cosas que más llama la atención de Pompeya son sus frescos. Las famosas pinturas pompeyanas decoraban muchas de las estancias ?aunque hasta nuestros días ha llegado una mínima parte, debido a los efectos del tiempo por un lado, al expolio por otro- ajustando la temática al empleo de la sala. Así encontramos, en lo que parece que fue una cocina, pinturas de animales, espigas de trigo, y la diosa Ceres; en las termas se suceden las escenas de delfines, conchas marinas? y alusiones a la diosa Venus.
Y es que, tal y como Egipto, Grecia y otras muchas culturas, Roma trató de reflejar en la sociedad el Orden Celeste, manifestado en la presencia constante que lo divino tenía en la vida cotidiana. Cada casa, cada familia, tenía un dios o diosa tutelar al que estaba consagrado el fuego del hogar, que se mantenía siempre encendido y al que se realizaban las ofrendas. Pero además, cada actividad tenía también su dios protector -Hefaistos para los herreros, Apolo para los músicos- bajo cuya advocación se realizaba el trabajo, dotando a éste de un sentido mágico-ceremonial que permitía mantener el hilo invisible que une lo humano con lo celeste?
?Lentamente, con el correr de los siglos, el hombre ha ido olvidando que hay algo de divino en él; que es mucho más que cuerpo y mente. Que la Vida se extiende más allá de lo se puede percibir con los sentidos. Y quizás el secreto que nos desvela Pompeya ¿quién sabe?, sea ese hilo mágico que une las causas con los efectos, las preguntas con las respuestas, lo visible con lo invisible. Un hilo que teje, a través de las acciones del hombre, la vida de los pueblos para poder escribir después las páginas de la Historia.
Carmen Morales