Yo soy de esas que colaboran con varias ONG’s. Por altruismo o por carga de conciencia por tener más suerte que otras personas en otras partes del mundo y no saber bien si será merecida o no, tal vez. Cruz Roja, Unicef… y alguna otra más. Mi granito de arena. Mi contribución para ganarme el cielo, si es que existe algo más allá de las nubes. Cada mes, cuando mi cuenta se ve menguada por esa cantidad miserable por la que en teoría me debería sentir mejor persona, la verdad es que ni siento ni padezco. Ya ni lo recuerdo. Todas las buenas intenciones se quedan en un recibo más. En una obligación más. En cambio, cuando veo gente en la calle, personas que pasan por mi lado, que me miran desde el hambre, el miedo y la vergüenza, pidiendo ayuda, la mayoría de veces trato de no mirar a los ojos para seguir pensando que si no ven lo que esconden mis pupilas, que si no me muestro realmente ante ellos, no pensarán mal de mi; creerán que es verdad que no llevo nada suelto, o que tengo prisa, o que no puedo.
Vergüenza. Vergüenza deberíamos sentir todos como sociedad que se permitan situaciones tan extremas, diferencias tan abismales entre unos y otros, y tanta falta de coherencia, de educación y de integración. No solo es cosa de políticos: todos deberíamos empatizar más y lavarnos menos las manos. La responsabilidad es de todos.
Hoy salía de Mercadona. Un par de cosas necesarias. Un par de caprichos. Una bolsa de Cheetos. Con mi cara de cansada ojerosa que ya viene de serie, esa cara de… “lo tengo todo pero no-puedo-con-mi-vida porque nada es suficiente”. En la puerta una voz: “Perdona… ¿tendrías algo para…?” Casi a menos de dos segundos de cortar la frase, levanto la mirada y la veo. Era una chica como yo. Rubia, delgada, con cara de no tener una vida fácil y con muchos kilos de menos, esos kilos que se pierden no por ir a zumba a mover el pandero, sino precisamente por no tener esa opción: por no tener ni para zumba, ni para pilates, ni shopping, ni
Esa chica podría haber sido yo. Como poder, la opción está. O yo, o tú, o tu vecina del quinto. Nunca sabes si alguien la ha cagado o es que nada le ha sido fácil, nada… hasta llegar a ese punto. Y aunque la hubiera cagado en múltiples y muy variadas veces, nadie es quién para decidir si esa persona merece que la mires, que le contestes, que le digas algo más que una automática frase. Está claro que hay mil situaciones y mil tipos de personas. Hay de todo. Pero igual que hay de todo para mal, también hay de todo hacia el otro lado, y nadie es quién para juzgar si alguien se merece lo que tiene. Es cruel y repugnante. Es muy fácil juzgar desde la comodidad de un sofá o de un plato caliente. Y todos lo hacemos. Aunque colaboremos con diez euros al mes con cualquier organización. Aunque vayamos de buenas personas de brillante y puro corazón. Todos escondemos basura tras toda esa fachada de candidez. Todos tenemos cierta maldad, una clase de maldad innata que nos lleva a prejuzgar. Y no. Eso no lo quita ningún filtro.
Ni lo cura ningún médico caro.
He elegido fotos de críos porque creo que son los únicos que, por falta de tiempo y necedad, aún no saben lo que es juzgar. Ellos no juzgan ni diferencian, no hacen distinciones ni criban cómo y cuándo repartir su cariño y atenciones. Hasta que alguien les comienza a decir: crece, ya no eres un niño, no te comportes como un niño, no seas tan crío, no llores, no hagas cosas de chica si eres un chico (ni viceversa), no estés tan en la parra y sé responsable, sé un adulto con porvenir porque si no lo tienes acabarás como esas personas que piden en las puertas de todos los Mercadonas del mundo, tú produce, gana dinero, no tengas tiempo para nada más, establece tu cartera como prioridad y si te queda algo de tiempo, sal a comprar, gasta ese dinero, que para algo lo ganas con el sudor de tu frente. No des un paso en falso pero tampoco te permitas tiempo para estar parado pensando. Si caes, ya te levantarás, pero no esperes que nadie te espere cuando vuelvas a subir. Sé productivo, no conozcas el paro. Eso es un lastre. Serás bazofia humana. Y así es como el cuento acaba. Y la mirada del niño ensombrece y se hace adulta de golpe. Y ya nada vuelve a ser puro, sano, real. Bienvenido al mundo sin corazón.
Nos hacen desconfiados. Ya no sólo con quien nos pide, con quien necesita nuestra ayuda porque solo no puede. Nos hacen perder lentamente la esperanza en todo cuanto nos rodea hasta desfallecer en una nube de polvo que acaba volando hasta el país de Nunca Jamás. Al final solo nos dejan un falso decorado, nos permiten una gota de felicidad para que pensemos que, de entre tanto feo, hay algo de belleza por la que luchar.
Pero no es así. Yo no lo veo así. Yo creo que la vida no es como nos la han contado.
Yo pienso que entre tanta belleza, hay algo feo. Que entre tanta bondad, hay gente mala. Que entre tantas personas que son sinceras, hay algunas que mienten. Yo creo que la maldad es minoría. Somos muchos. Millones. Y estoy convencida de que la mayoría buenos. Pero ya solo nos late el corazón cuando vemos alguna noticia conmovedora y pensamos lo típico: “aún hay esperanza”. No, no es “aún hay esperanza”, es siempre hay esperanza. No porque te claves una concha rota andando por la arena vas a dejar de andar descalzo por la playa. No porque alguien te la juegue, o te falle, o te decepcione en cada hueso y cada gota de sangre de tu cuerpo, quiere decir que todo el mundo vaya a jugártela, a fallarte, a decepcionarte en cada hueso y cada gota de sangre. Quien pierde la esperanza pierde la vida, porque no confiar y no tener fe en las personas es ir muriendo cada día.
Siempre hay esperanza. Siempre hay que tratar de ayudarse. Menos pensar en Manolos y en Fashion Weeks, y más ponerse para variar los zapatos de otro.
Piensa qué pasaría si esa chica fueras tú.
Piensa qué pasaría si a ti también te juzgaran.
¿Qué harías?
M.
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