No lo sé. Pero tampoco quiero saberlo.
No sé cuándo decidí dejar de escribir a algo roto, a algo caduco, a algo sin sentido. No sé cuál fue el momento exacto en que lo entero le ganó la partida a lo vacío. No recuerdo qué hizo clic o qué no, qué sobró o qué faltó, qué provocó que las ganas de sol pudieran con tantos días de lluvia. Supongo que algunos lo llaman valor. Yo creo que prefiero llamarlo amor propio.
Y el caso es que ya no me acuerdo. Ya no me acuerdo de lo tenso, de lo difícil, de las contracturas de corazón de tanto latir a destiempo. Todo eso no sé donde yace. Tal vez lo encuentren de aquí a mil años cuando alguien con casco y linterna excave en busca de nuestros huesos, cuando hallen los restos de los amores que nunca llegaron a ser. Igual lo encuentren junto con huellas de dinosaurios. Tal vez. O puede que no. Puede que no se trate de un yacimiento arqueológico, sino de otra cosa. Puede que haya un lugar al que van las historias que murieron, así como un cementerio de corazones con muletas, con cicatrices de las balas que impactaron en su corteza, con la voz enganchada al pasado y la mirada puesta en ninguna parte. Tal vez exista ese lugar, pero será mejor no saberlo, será mejor hacer como que esas cosas no pasan, como el que gira la cara a la muerte o a la miseria.
Aun así, sea como sea, ya no me preocupa donde queda ese fragmento de dolor, ese sangrado puntual, ese golpe seco que hizo enmudecer. Solo sé que ya no está. Y con eso, basta.
Solo sé que el pasado queda donde ha de quedar y que guarda consigo a quienes han de permanecer ausentes, fuera de linea, sin batería. Solo sé que todo lo que pasa es porque tiene que pasar. Y qué suerte que haya cosas que no funcionen para que puedan llegar quienes sí lo harán funcionar.
Ya no sé dónde queda la ansiedad, el no saber, el querer pegar los pies al tiempo y el corazón a la incertidumbre de la fe en lo imposible. Ya no sé dónde queda la manta en el sofá, el pañuelo en la mesita, el libro de llorar. Ya no sé. Ya no me acuerdo. La memoria sabe trabajar bien cuando es necesaria, pero cumple muy bien en eso de desaparecer cuando ya no hace falta. Al final solo quedan flashes, fotos, trozos de sonrisas, recortes de las noticias de ayer. El resto acaba en la basura, en la papelera de reciclaje, en el vertedero emocional de quien decide vaciar y nunca más recuperar.
Qué cosas. Hasta lo inimaginable llega. Pero claro, llega cuando llega. Como todo. El principal problema es que lo queremos todo ya. Y no.
Todo llega cuando llega. El amor, la recuperación, una oportunidad, un cambio, un beso. Y de nada sirve meterle prisa a la vida, al amor, a la recuperación, a las oportunidades, a los cambios, a los besos. Si tú tienes prisa, es tu problema. La vida, en cambio, es tranquila, va cargada de valerianas para mantener el temple y la sensatez que a ti a veces te falta. Y te pide que frenes, que si ese algo aún no ha llegado, es porque aún no tiene que llegar.
Todo llega cuando llega, aunque pienses que es una frase hecha escrita para ser lanzada en momentos de desesperación. No es así, es verdad. Cuanto más desees algo, más se demorará. Los pedidos gordos tardan más en llegar que la ropa que compras online, no sé si me explico. La lentitud de algo es directamente proporcional al peso que tendrá en tu vida. Todo lo grande tiene que hacerse con cuidado el hueco, no puede entrar como un elefante en un trastero. No puede entrar arrasando con todo, porque entonces solo quedará desastre alrededor, estrés y caos. Deja que cada cosa, que cada historia y cada beso o despedida llegue cuando tenga que llegar.
Así que nada de prisas. Paciencia. No desesperes. Haz como que no te importa, sigue con tu vida, con tus tiempos y tus rutinas. Y algún día, cuando abras los ojos lo verás.
M.
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