Él acostumbraba a llamarme Eme, pero no sabía que para muchos yo era ya Jueves. Así que cuando oyó que alguien me llamaba así, me miró muy fijamente y me preguntó porqué. Yo no quise contestar. Parloteé entre dientes y sorbí alcohol mientras maldecía con la mirada a quien me había llamado así delante de él. Recordé cuando año y pico atrás, mientras Finn y Jake cantaban de fondo, le dejé leer “Enredos y desenredos”. Esa mañana de verano, esas magníficas horas en las que le dejé entrar en mi armario estresado sin ningún tipo de condición ni pase Vip.
Volví a la realidad. Él insistía. Yo le abrazaba.
Cuando nos fuimos a otra parte. Entonces fue cuando le conté lo que quería escuchar. Con una canción hortera de fondo, empecé a buscar en el móvil algo que enseñar, algo que no comprometiera, algo que no atosigara. Encontré “Alargar el café”. En aquel momento era la entrada de la que me sentía más orgullosa. Y paró el tiempo. Me sentía como las chicas que salen en “tu estilo a juicio” o en una de esas audiciones a ciegas. Me ponía histérica que leyera tan lento, le gritaba mentalmente “vamos, venga, tú puedes llegar hasta el final…”, como una estúpida cheerleader. Cuando terminó me miró con los ojos muy abiertos y dijo que era muy bonito. Se quedó pensativo y sé que sintió que parte de él jamás había conocido parte de mí.
Empezó a leer más. Y empezó a hacer preguntas. Muchas más de las necesarias. Más de las contestables con una respuesta racional. Yo me encogía de hombros y le decía con la mirada “qué quieres que te diga si ya está todo dicho”. Nadie más sabía entender lo que sentía, nadie que no haya sentido algo así, nadie que no haya vivido un amor intermitente y pausado, largo y corto, lento y rápido. Él era sólo un pozo de recuerdos, alguien con un peso en la espalda que le impedía avanzar. Yo, en cambio, era una hoja en blanco, alguien con ganas de todo, dispuesta a hacerle saltar.
Y en ese momento parecía coger impulso. Se le veía feliz, con los ojos entrecerrados y esa sonrisa, la que pone cuando está tranquilo, la misma que le sale a Alejandro Sanz y que provoca que cambie de canal cuando la veo, porque sigue siendo un golpe seco directo al estómago.
Tras media hora y otra copa nos fuimos. Anduvimos buscando cobijo para pasar nuestra última noche. Y ya está. Y tras eso, unos cuantos cientos de kilómetros nos separan. Kilómetros de distancia y sentimientos. Kilómetros de olvido y ya. Y ya está.
“Tú no lo sabes, pero a veces te sigo leyendo”. Eso fue de lo último que hablamos. Luego llegó el punto y final definitivo, su libertad y mi salvación.
Esta es la historia de una “a” mayúscula.
Porque hay historias que se escriben con mayúsculas. Sí.
Hay historias que nunca, aunque se superen, se consiguen olvidar. Porque no cabe en el olvido su grandeza, porque sería imposible continuar sin ellas. Son historias que nos persiguen, aunque nuestra vida siga. Historias que quedan, aunque nada más quede. Historias que, cuando se consiguen perdonar, sólo cuentan para bien, aunque antes creyeras que fueron para mal.
El otro día, mi amigo Rober me dijo “Si tuviera aquí delante una pastilla para no volver a sentir nunca, me la tomaría”. Yo pensé sólo un segundo y dije que “ni de broma”. Me dio sus motivos, pero creo que le convencí con los míos. Nunca, jamás, renunciaría a volver a querer porque alguien no haya sabido o no haya querido quererme, de ninguna manera. Y nadie debería pensarlo. Nadie. Y menos si se es un soñador nato. Y menos si suena de fondo esto.
Hay historias que permanecen, aunque tengas cien años y te hayas casado cuatro veces. Hay historias inmortales que sobreviven a todo y a todos, que no quiebran ni cierran por traspaso, qué va. Y hay historias que ayudan a crecer y aprender. Historias que, cuando consigues perdonarte por las horas que sufriste y perdiste el tiempo estando mal, te abren los ojos a otra realidad y dices “volvería a revivirlo, sin dudar”. Volvería a revivirlo pero mejor, sin mirar tanto los mensajes, sin dejar de vivir.
Siempre hay alguien que, aunque pasen mil años, te frena el corazón en seco.
Siempre.
Siempre hay letras que se recuerdan con mayúsculas.
Jueves.
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