Palabras. Para cualquier persona sirven sólo para comunicarse. Las estudian, las escuchan, las escriben, las leen, las pronuncian. Y sólo significan lo que el diccionario recoge entre sus páginas. Y no hay más. Admiro a esa clase de personas. Suelen quedarse en la tranquilidad que da la superficie, sin saltar a la piscina, sin llenarse hasta las rodillas de barro. El blanco es blanco y el negro es negro. Y punto. Pero para mí, eso es impensable. Para mí, las palabras también callan lo que sienten, otorgan, mienten y también -por supuesto- dicen muchas verdades. Muestran lo que nos empeñamos en esconder, las emociones que nos quiebran la voz y que jamás venderíamos ni por todo el dinero del mundo. Las elegimos siempre por algún motivo que no alcanzamos a comprender. El subconsciente nos llama al teclado y es complicado no abrirle la puerta. Por eso hay que llevar cuidado. Por eso hay que aprender a usarlas con cabeza, con corazón y con mucha responsabilidad. Y pensar que alguien, al otro lado, puede sufrir por culpa de nuestra inconsciencia.
Yo, que doy tantas vueltas a las palabras, te diré unas cuantas.
Será como si nada de esto hubiese existido, te lo prometo. Olvídalo todo. Aquí ya no hay nada de lo que conociste. Y ya no recuerdo muchas cosas, ahora que lo pienso. Sólo textos. Libros. Todos los que nos regalamos. Los que nunca leíste. Los que me aburrieron e hice como que me gustaban. Recuerdo que tuvimos un lenguaje especial, que yo era una especie de flor que hacía el tonto sólo por verte feliz. Una flor preciosa que no quisiste regar. Y ahora sólo sé que nada de lo que digas arreglaría un desastre tan grande, que nunca estuve tan contenta como contigo -o eso dicen mis fotos-, que te esperé hasta que entendí que hacía tiempo que ya no estabas. Y recuerdo que, aún así, nos reíamos juntos. Recuerdo haberte visto llorar. Recuerdo haberte abrazado. Recuerdo haber deseado verte, de nuevo, en otro lugar, lejos, con otra cara, con otro ánimo, con otro empeño. Recuerdo haberte dicho que entraras en mi casa haciendo ruido. Pero ya está. Ahora la palabra decepción resuena en mi cabeza tanto como ratonera. De nuevo las palabras. De nuevo pensar en ti.
Sin querer hacerlo.
Y yo, que no sirvo de nada sin palabras, que soy como un cuerpo vacío de alma sin ellas, siento que ya no me salen. Yo, que seleccioné las mejores letras, que me dediqué con cariño y esmero a juntarlas para ti, siento que ya no te reconozco en ellas. Que no merezco recibir la cara más oscura de la moneda. Que no. Ojalá renueves tus deseos y tus amores en flor. Ojalá seas feliz y sepas reconocerlo. Por aquí, sólo puedo decirte que estas flores ya no crecerán jamás, porque no tienen espacio para hacerlo. Le comieron la tierra las fincas, las tiendas, lo banal, el asco, el vacío, las canciones a matar directas al pecho. El subconsciente. La falta de tacto. Apagaste todas las luces y ahora solo queda silencio. Un silencio elegido. Una guerra iniciada a conciencia. Una rendición comprada desde el principio. Si tengo que ser sincera, te diré que todavía sigues vivo dentro de esta ratonera. Pero te aseguro que me encargaré de reducir el oxígeno, de escapar a tiempo y florecer de nuevo. Porque cuando alguien conoce su origen, tiene muy fácil volver a las raíces.
Y no, fíjate que esto no creo que sea el fin, pero me encargaré de escribir un nuevo comienzo.
Aunque sea lo último que haga.