Dicen que los olores pueden hacer saltar las alarmas de nuestra memoria, acercarnos recuerdos casi olvidados, vivencias pasadas.
Hacía por lo menos 30 años que no pisaba aquel lugar en concreto, y sin embargo, cuando empezamos a descender por la ladera que llevaba hacia él, sintiendo el crujido de las agujas de los pinos bajo mis pies, el olor a helecho, a tierra húmeda…volví a mi niñez.
Al llegar, me senté y miré hacia el cielo, observé los pinos, pensando que esas ramas me habían visto corretear de pequeña, pero que también habían visto a mi padre, a mis abuelos…
Volví a ser la niña que disfrutaba jugando sola entre los pinos, que se imaginaba una y mil aventuras mientras sus abuelos la observaban sentados con la espalda apoyada en un tronco. Me reencontré con la pequeña fuente donde dejábamos las bebidas a refrescar durante los calurosos días de verano…
Y la risa de una niña de 5 años dejó paso a las carcajadas, los gritos y voces de los nietos, bisnietos de aquellos que hace más de 50 años hicieron de aquel su lugar especial.
Reconozco que con un punto de tristeza y añoranza por los que se fueron, pero con la emoción de ver ahora a mis hijos saltando en las rocas, jugando con los palos tal y como yo hice en su día, me sentí feliz, y fue como si un chute enorme de energía me llenara de arriba a abajo.
Y una vez más volví a meditar sobre el tema de la importancia de los recuerdos, de la memoria familiar, como la herencia que dejas a tus hijos, ese hilo invisible que conecta tu futuro con tu pasado, que une a tus abuelos con tus hijos aunque no hayan podido convivir en el tiempo, y que al final lo envuelve todo como un paquete con un lazo perfecto.
Besos,