Un breve viaje a mi memoria para traeros campamentos, botas y otras cosas para entender mi presente recogiendo cerezas.
Me vienen a la memoria recuerdos muy nítidos de épocas pasadas. Estando en pleno Valle de Okanagan, cerca de un pueblo de llamado Oliver, en la granja Duarte Orchards donde llevamos varios días trabajando en una empacadora de cerezas.
Hago esta introducción para que os situéis en donde nos encontramos en estos momentos.
Hemos llegado a Canadá, concretamente a Vancouver, donde pasamos unos días para realizar todos los trámites legales que necesitábamos para empezar nuestra vida en este país y donde compramos el coche (vaya aventura esto de comprar un coche en un país que no es el tuyo). Ya con todo organizado realizamos el trayecto que nos llevó al valle para trabajar en una granja de cerezas.
Pero no es de esto de lo que os voy a hablar en estos momentos, porque ahora mi mente se encuentra viajando en los veranos de mi niñez. No se si muchos de vosotros habéis podido disfrutar de la vivencia de ir a campamentos de verano. Por fortuna o por desgracia yo fui uno de esos pequeños niños a los que unos días de las vacaciones estivales mandaban a algún bosque perdido del Pirineo o de cualquier otro sitio para, supuestamente vivir aventuras y hacer amigos.
Para aquellos que no han vivido esta experiencia de niños, y para los que sí, vamos a hacer un ejercicio de melancolía.
Junio, recién terminado el colegio y con la alegría de afrontar tres meses de piscina y juegos, tus padres (en mi caso mis abuelos) te comunican que vas a ir a un campamento durante 15 días. Esa noticia en mi mente de niño caía como una losa, una gran nube negra en pleno sol del verano.
Una pequeña pesadilla que te perseguía durante los días siguientes fastidiando el comienzo de las vacaciones.
Ir a un lugar extraño, con gente que no conoces, tener que conocer a otros niños, las actividades programadas y todas esas cosas que te cuentan que vas a hacer en el campamento y que no te hacen la más mínima gracia.
Y luego estaba la gente mayor, que al ver tu pequeña cara reacia cada vez que te hablaban del famoso campamento te decían:
-Verás que bien te lo vas a pasar, vas a hacer cantidad de amigos y aprender un montón de cosas.
Mi cara, por supuesto, seguía siendo un poema pero te resignabas ya que no tenías ni voz ni voto en estas cuestiones.
Los momentos previos eran de mucha tensión porque había que comprar ciertas cosas que necesitabas (porque los que organizaban los campamentos pasaban a tus padres una pequeña lista de todas las cosas que debías llevar y que eran imprescindibles que tuvieras, para que tu experiencia fuese completa) y te arrastraban de tienda en tienda en un carrusel infernal de consumismo infantil.
Recuerdo especialmente un día en el que mi abuela me llevó a comprar unas botas que necesitaba para mi primer campamento. Fuimos a una tienda que estaba cerca del colegio donde estudiaba, donde me compraban los típicos zapatos Gorila que llevaba para ir a la escuela (si era uno de esos niños que llevaban uniforme al colegio), y allí mi abuela miraba las botas mas adecuadas para mí. En la nota que mandaron los organizadores ponía que necesitaba unas botas especificando que fuesen del tipo Chiruca. Para la gente que no sabe que es Chiruca, os diré que es una marca de zapatos y botas un poco retro, por no decir viejuno.
Evidentemente mi abuela tomó al pie de la letra lo de Botas estilo Chiruca y comenzó a pasar ante mí una serie de botas a cada cual más incómoda y fuera de lo que yo tenía en la cabeza que debía ser una bota. Al final las elegidas fueron unas cosas horrible que eran todo suela, con un acabado como el de las botas en las que se bebe el vino y que no contaban con mi aprobación para nada.
Por supuesto cuando llegué al campamento, todos los niños se fijaron en mis zapatos y los comentarios provocaron algún que otro altercado, porque cuando somos pequeños podemos llegar a ser muy crueles.
No volví a ponerme las malditas Chirucas sacadas de los años 70 y por supuesto las dejé olvidadas cuando volví a casa.
Lo peor de todo es que cuando llega el momento de volver a casa, no tienes ninguna gana porque te lo has pasado genial y has hecho un montón de amigos y aprendido muchas cosas, tal y como te habían dicho, y montas otro drama por tener que volver a tu típico verano.
Os cuento todo esto porque estar aquí en esta granja, está siendo como vivir un verano de campamento. No teníamos muchas ganas de venir a trabajar y ahora estamos completamente acomodados a esta vida entre tiendas de campañas y campos de cerezos.
Vivimos en un pequeño campamento rodeado de viñedos, cerezos y árboles frutales y aunque disfrutamos de algunas comodidades como ducha, cocina y algo de wifi, hacemos vida de naturaleza total.
Con el pequeño detalle de que unas horas al día las dedicas a trabajar, el resto del tiempo lo pasas intentando llenar la vida con conversaciones, juegos y compartiendo el poco saber culinario que llevamos encima.
Hemos conocido gente de Quebec, Japón, México o Argentina y a pesar de los problemas de comunicación, todo el mundo hace por entender y se crea un clima de compañerismo y buen rollo como los que viví en los campamentos. Hay momentos difíciles como la hora de cocinar, cuando nos juntamos 35 almas a cocinar en 8 hornillos, pero todos ponemos de nuestra parte para que sea lo menos traumático posible.
Pero lo mejor son las pequeñas cosas que pasan en el día a día, y que dan forma a la vida en el campamento.
De repente alguien saca una guitarra y se pone a tocar unas notas y enseguida se forma un grupo a su alrededor para oírle tocar, se enseñan canciones unos a otros e intercambian batallas de músicos.
Te sientas en las mesas y te encuentras hablando durante horas de la tangible o intangible de la vida y le quitas al sueño horas que echarás de menos al día siguiente.
Conoces a alguien con quien sientes una conexión especial aunque que no habla tu mismo idioma pero aún así intentas comunicarte con él y consigues hacerte entender, y él a ti.
Mantienes conversaciones en inglés sobre Shakespeare, de las que la mitad se pierde por el camino, con un tipo llamado James, muy peculiar, pero que es una gran persona y que viene de un pueblo perdido de la Canadá más profunda.
Mika, una chica japonesa te enseña palabras en su idioma, mientras le muestra a Almu como hacer pulseras.
Todas estas cosas pasan en días que parecen semanas, y se viven con una intensidad mayor al no haber otro tipo de distracciones.
Todo transcurre en una agradable calma veraniega, como en los campamentos de mi infancia, pero ya con una mirada diferente, más adulta, pero con la misma intensidad de cuando era un niño.
No con todo el mundo tenemos la misma afinidad, y a pesar de que el trabajo sea duro todo el mundo tiene una sonrisa en la boca, porque al final todos somos jóvenes y estamos en el mejor momento de nuestra vida, esta vida que hemos elegido y que nos hace muy felices.
Paradojas de la vida resulta que mientras escribía esto me doy cuenta de que las botas que me llevo poniendo estos meses de viaje también son de la misma marca, eso sí actualizadas a los tiempos modernos.
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