Arrugas de expresión

Tal vez sea el influjo de Antique Café, que siempre trae consigo inspiración. Tal vez las horas invertidas bajo su techo de papel de periódico o junto a cualquiera de mis libretas. Tal vez sea la música que te lleva a otro planeta nada más entras, o los libros, o yo que sé. Solo sé que cuando vengo y miro alrededor, algo dentro de mí se siente en paz. Será el toque parisino que hace que me sienta como en casa. O las paredes azules. O el gran espejo blanco situado al fondo y en el que veo ahora mi reflejo lejano.

No recuerdo cuánto tiempo hacía que no escribía siendo yo misma aquí, en uno de mis lugares favoritos del mundo. Puede que fuera hace un año o incluso dos. Ya no sé cuándo escribí sobre aquella tierna pareja de ancianos que se miraban el uno al otro mientras yo les observaba a ellos embelesada. Alargando el café. Qué estúpida manía la mía de alargar mis cafés solos. Los agarro, como me agarro a un clavo ardiendo para no helarme, como se agarra lo que sabes que volará ante el primer sorbido. Qué manía la mía de alargar las cosas que de antemano sé que tienen un final.

Recuerdo aquella pareja. ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Seguirán viniendo? ¿Seguirán viviendo? ¿Seguirán acariciándose la mano como si nada el mundo fuera capaz superar la belleza de ese instante? Ojalá todas las respuestas sean un sí. Porque todo es más fácil sabiendo que el amor puede encontrarse en cualquier parte, todavía. Todo es más dulce si te queda la certeza de que alguien, aunque fuera solo una persona, se siente querida de ese modo; del modo en que se querían ellos dos. Qué imaginación la mía, que de solo una escena me monto una película.

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Hace un rato, antes de venir a Antique, he dado una vuelta. El carrousel de feria, las flores, las calles. El tiempo que pasa y el frío, que ya empieza a picar. Los días preparados para el muérdago, la gente dispuesta a volver a empezar y los escaparates adornados, como todo lo que está destinado (o predispuesto) a dejarse ver. Precisamente, en uno de esos escaparates he parado. Me estaba riendo por algo que he leído en el móvil y justo en ese momento de levar mirada y observar mi reflejo, las he visto, más pronunciadas que nunca.

Llevan años a mi lado y crecen conmigo. Por suerte están marcadas, aunque mi parte neurótica repare solo en la estética y no en lo que cuenta. Siempre que las miro pienso en todas las noches que me acuesto sin ponerme crema hidratante o, en el peor de los casos, sin desmaquillarme. “Vejez precoz” me resuena en la cabeza como si la conciencia me susurrara por no gritarme (por mucho que lo merezca). Pero como casi siempre hago con todo, opto por ignorarla. En cambio, cuando supero el trance de “oh señor, la de arrugas que vas a tener de mayor, empieza a cuidarte de una maldita vez”, pienso como por sistema —tal vez de consuelo—, en la de cosas que reflejan esos surcos junto al marrón de mis ojos.

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Arrugas de expresión. De tanto reír. De tanto fruncir ceño al escribir. De tanto leer viviendo la historia. De tanta inocencia. De tanta mueca regalada, de tanto abrazo al borde de la lágrima y de tanto llanto por querer demasiado a todos menos a quien más debiera siempre, sobre todo concepto o sueño, sobre todo contrato emocional o firmado. Arrugas flojas, de tardes de magia. Arrugas profundas, de tantas noches pensando, de tanto paso en falso, de tanto esperar. Las peores arrugas son las que se forjan esperando. Las otras, son pura vida. No pesan. Pero las arrugas de esperar te queman por dentro, dejan un poso negro en el corazón y nunca ya se marchan. Creo que todos tenemos de esas. Al final aprendes a diferenciarlas y a cercarlas. Y tratas de vivir con ellas sin quejarte, como quien se conforma con el plato o con la compañía, aunque quiera otra cosa.

Arrugas. Ojalá acabe con la cara plagada de ellas, con noventa años, volviendo aquí con una libreta a seguir escribiendo. Aunque esté medio ciega o medio sorda. O peor… a saber. Ojalá con alguien, como aquéllos dos que me robaron el corazón bajo el espejo blanco, para qué negarlo. Preferiría saber que al final de mi vida me espera una mano cálida que me diga que todo irá bien a cualquier premio del mundo, a cualquier riqueza, a cualquier lujo. Preferiría quemar mi vida a base de cafés en estas cuatro paredes, bailando música de los cincuenta con quien quisiera seguir mis torpes pasos. Tal vez sea mucho pedir elegir un final a la carta, un desenlace de película, un The End en condiciones que no deje cabos sueltos ni besos a medias. Ojalá poder regalar mi tiempo, mi tinta y mis arrugas a un valiente. Ojalá que siempre haya un valiente para cada persona. Porque nadie merece menos que eso.

Mientras tanto me perderé entre mis eternos cafés, mis teclas y mis bufandas enormes. Me perderé entre mis mil letras, siempre dispuestas a ordenar lo que no tiene orden. Y qué suerte tenerlas a ellas, tenerlo todo, tener tanto cada día.



Ojalá nunca deje de alargar los cafés ni de soñar despierta. Si algo he aprendido de este frenético año es que con trabajo, ganas y fortaleza todo se puede. Todo. Hasta lo imposible. Y ahora que ha llegado diciembre y que el calor del abrigo y de las luces navideñas me hace pensar y estar más sensible todavía, solo puedo decir que si el mundo se acabara ahora, como dicen que acabará pasando, no me arrepiento de ninguna de mis arrugas, de ninguna de las locuras, de ninguna de estas letras.

Volvería a este lugar mil veces. Volvería a repetirlo. Volvería a escribirlo.

Volvería.

A tantas cosas.

Y sobre todo,

repetiría la historia.

Porque siempre hay historias que merece la pena contar.

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