Resulta un misterio que consigan triunfar los relatos habitualmente etiquetados para "adolescentes" si la mayoría jamás cuenta nada parecido a la vida de un adolescente real. Las películas, los libros, la publicidad, retratan veranos perfectos o perfectos dramas, que ya sean entre vampiros o colegialas, siempre confunden complejidad con morbo o sinceridad con tópico.
Por eso, conectemos en mayor o menor medida con Juana a los doce no podemos dejar de agradecer que en algún lugar del mundo, particularmente en Argentina, alguien se haya acordado de las sensaciones de su infancia de forma tan ridículamente exacta, para luego querer y saber plasmarlas para el público. Martin Shanly cuenta en su ópera prima la vida de una niña, Juana (interpretada por Rosario Shanly, hermana del director), que además de sufrir los retos de su pequeño gran mundo, arrastra una dificultad añadida para encajar social y académicamente, volviendo locos a mayores con demasiada corrección política y poca paciencia emocional.
La narración de Juana a los doce, además, construye a sus personajes con el mismo respeto que se construiría a un adulto en los grandes clásicos del cine. Hay algo de mafia en las relaciones que se llevan a cabo en ese frío colegio privado en el que los niños crecen, y las fantásticas escenas de "comunión" en las que todos se reúnen para recibir una nota o un examen se viven con igual intensidad que aquellas en El Padrino en las que cada miembro de cada familia ve como se define constantemente su relación de poder con el resto. Además, la cinta se escapa de lo que se acostumbra a ver en cine latinoamericano surgido de festivales, empleando contadas alegorías o metáforas para fijarse en los sentimientos y los personajes.
En una frase: el cine argentino, cada vez más internacional sin dejar de ser profundamente personal.
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