Sé que no debería pensar tanto. Antes no me pasaba. Creo que es por escribir tanto, por hurgar tanto dentro de mi corazón y mi cerebro. Es un asco querer siempre respuestas. Es un incordio querer ser inmortal. A la gente que dice que si fuéramos inmortales nos aburriríamos, les digo desde aquí que ojalá me aburriera eternamente antes que desaparecer sin más. No pretendo deprimiros, para nada. Ni, vaya, no soy un puñetero libro de “cómo aceptar la muerte”. Pero creo que todos, a eso de los veintitantos, empezamos a temerle a cosas que antes ignorábamos. Dejamos de mirar hacia otro lado. Dejamos de aparentar que no nos da miedo. Aparecen las dudas y las creencias empiezan a desdibujarse. Al menos a mí me ha pasado.
Y reconozco que preferiría creer en Dios de una forma incondicional. Y mucho antes que creer en Dios, preferiría no plantearme estas cosas, la verdad. Pero sin querer me las planteo. Y a pesar de no saber bien en qué creo, al menos tengo claras algunas cosas. Lo sé desde esta noche. Tal vez desde antes, desde mucho antes. Y no sé si estaréis de acuerdo o no y, sinceramente, me da lo mismo, porque lo voy a decir igualmente. Veréis, esta noche, a eso de las 00:30 he entendido (por fin) que nos pueden pasar mil cosas, que podemos tener problemas, sentirnos inseguros, impotentes, desgraciados, perdidos y un sinfín de cosas. He entendido que podemos salir, beber, bailar, lucir, hablar, besar. soñar, tocar, leer, cantar, lo que sea que se haga cuando uno se divierte. Podemos viajar, estudiar, hacernos fotos y pensar que somos los más guapos del mundo. Podemos ligar, enfadarnos, llorar. Pero creo en algo. Creo que lo he entendido. Creo que la vida sólo tiene dos cosas importantes: reírse y enamorarse. Creo que tanto la risa como el enamoramiento son los dos únicos estados en los que la mente no piensa en nada más, en los que el espíritu se siente libre, fuerte, inmortal.
Que sí. Habrán mil cosas más. Me diréis que se me escapan muchas más sensaciones, sensaciones de esas que te hacen inmortal. Pero aquí cada uno tiene su forma de mirar, y yo lo veo así.
No sé lo que habrá luego. No lo quiero ni pensar. Pero sé que hace aproximadamente una hora me he reído hasta llorar, aquí con mi madre sentadas en el sofá, viendo Supervivientes. Y he sentido que el mundo tenía sentido. Y he sentido que todo tiene sentido al lado de alguien que se ríe absurdamente de las mismas cosas que te ríes tú. Y he sentido que me daba lo mismo morirme, porque total, todos acabamos en el mismo hoyo. Total, que nos quiten lo bailao’ (Cómo he odiado siempre esa expresión, sí, de verdad, pero creo que es apropiada en este caso y voy a concederme el lujo de escribirla). Qué bonito reír de verdad. Una carcajada de las que hacen retumbar las paredes es lo más parecido a tocar el cielo que existe. Es de lo poco que importa. De lo más importante de lo poco que importa. Reíros siempre mucho. Pero de verdad. Reíros con gente que entiende lo que os pasa por la cabeza cuando os partís de la risa. Reíros de vosotros mismos. Quitad hierro. Construid barcos con todo el que os sobra. Y navegad. Que se vaya al cuerno todo vuestro hierro. Y reíros hasta que no recordéis por qué habíais empezado a reír.
Y no sé lo que habrá luego. Ni lo quiero saber. No tengo ninguna intención de seguir metiendo el dedo en la llaga hasta averiguarlo. Pero sé que sin amor sí que no hay nada que valga la pena. Sin amor nada vale, todo sobra, nada basta. Y no sé lo que habrá luego, si vendrá el viento o la lluvia. Si habrá infierno o un infinito paraíso. No sé nada. Ni lo quiero saber. Pero sé algo. Sé, escúchame con el corazón ésto que digo: sé que los minutos, las horas, los años que viví enamorada de ti fueron, son y serán inmortales. Aunque desfallezcan. Aunque agonicen en una muerte lenta y dolorosa. Aunque desaparezca todo. Siempre. Aunque. Nunca. Escucha bien fuerte ésto que te digo, ésto que espero que el viento se lleve volando hasta tu portal. Porque al final el viento siempre es el mejor mensajero, y sé que te lo hará llegar: parte de mi inmortalidad fueron las tardes contigo en el sofá.
¿Y sabes qué? Hoy he entendido lo que merece la pena, lo que seguiré buscando sin cesar toda mi vida. Que me costará, sí. Que es difícil de encontrar, también. Pero no quiero prescindir de lo imprescindible. Quiero de nuevo ese cosquilleo estúpido que hace que lo demás sea eso, que todo lo demás esté así: de más. Quiero ser para alguien lo que tú fuiste para mí: quiero un maldito ocho tumbado. Quiero alguien que hable de mí sonriendo. Quiero alguien que rompa ventanas por mí, alguien que mate monstruos por mí, alguien que construya castillos por mí. Quiero todo lo que le escribo a la vida multiplicado por cien mil. Y si es mucho pedir no me lo digas, no me quites la ilusión. Y déjame esperar lo inesperado, el contra todo pronóstico, la sorpresa.
Y déjame que me recree recordando cuánto te quise. O cuánto te quiero. O yo que sé.
Y yo que sé qué vendrá luego. Y yo que sé si vendrá el viento.
Pero ojalá soplara de mi lado. Esta vez.
M.
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