De pequeña solía sentarme en el balcón de casa de mi abuela. No parece algo muy divertido, lo sé. Observaba a la gente pasar e imaginaba cómo serían sus vidas. Me convertí en testigo silenciosa de conversaciones, amores épicos, pasiones en callejones, peleas a todo o nada, risas etílicas entre amigos que se abrazan volviendo de fiesta. La niña loca del balcón. Observaba todo. Observaba, también, a las personas que vivían en la finca de enfrente, pero no en plan psicópata, ¿sabéis? Era algo más rollo Amélie mirando a su vecino. Qué gran película. Algunas veces aún recuerdo aquella frase… “Verá, mi pequeña Amélie, usted no tiene los huesos de cristal. Podrá soportar los golpes de la vida. Si usted deja pasar esta oportunidad con el tiempo su corazón se irá volviendo seco y frágil como mi esqueleto. ¿A qué espera? Ande, vaya a por él.”
Soñaba. No os podéis hacer una idea de las horas que pasé soñando despierta en ese balcón. Visualizaba cómo sería de mayor. Los viajes en tren, las aventuras, la facultad, las horas muertas en aeropuertos esperando despegar. Mi aspecto, mi trabajo, mi novio-luego-marido, mis hijos y esas cosas. La boda. Ay, la boda. Y el vestido, obvio. Y el tul, ay el tul. Si os digo la verdad, creo era feliz sólo con sentir esa emoción, sólo con soñar.
Pero cuando crecemos la cosa cambia. Creo que sentimos la necesidad de hacer palpables esos sueños, de convertirlos en realidad cuanto antes mejor. Desechamos los que vemos muy complejos, los impensables, los imposibles. Los tiramos al contenedor de lo irrealizable. De los “bah, esto ni de coña”. De los “yo nunca”. Nos centramos en lo que parece más sencillo y damos por hecho que lo lograremos. Y unas veces pasa. Pero otras no. ¿Resultado? Creo que ya lo conocéis. Y no sé. No sé vosotros. Pero yo echo de menos volver a empanarme, sentada en el balcón de mi abuela, soñando despierta, sin más.
Sin esperar nada a cambio de mis sueños, simplemente, siendo feliz sólo con tenerlos.
Que sí. Que todos me diréis que los sueños están para cumplirlos. Y sí, claro. Pero por experiencia propia, os digo que lo realmente importante no es llegar, sino disfrutar del camino.
Sí. Y cada vez lo tengo más claro. Lo mejor de la vida es el trailer antes de la película, el “que empiece ya”. Lo mejor es cuando ves los relámpagos antes de que comience a llover. Lo mejor es el dolor de estómago de cuando esperas que te den una noticia. Lo mejor es cuando te compras el modelito para la ocasión especial, y lo sabes. Lo mejor es ese momento previo a un primer beso, cuando sabes que va a pasar, pero no estás cien por cien segura, pero sí, pero no, y entonces pum, toma beso.
Lo mejor es el preparar la mochila antes del primer día de colegio, ponerte los tacones y andar por el pasillo pensando en tu gran noche, hacer la maleta con lo justo y necesario. Y echar a volar. Lo mejor es hacer cola antes de un concierto y pintarte con ceras negras corazones en las mejillas, el apagón de luces y entonces, la música. Lo mejor es mandar un mensaje ñoño y morderte las uñas esperando una contestación, pintarte los morros de rojo esperando encontrarte con él, o contigo misma en el espejo y decirte lo buena que estás. Que sí, que lo estás.
Lo mejor es el antes de. Siempre. La ilusión. La adolescencia a los casi treinta. Los chupitos de tequila. Fichar a chicos con tus amigas. Etcétera.
Lo mejor, sin lugar a dudas, es tener una ilusión, sea cual sea.
Y vivir en fase REM lo veo cada vez como una mejor opción. Mejor que todo lo demás. Mejor que cualquier realidad. Soñar por soñar, sin más. Soñar profundamente, sin nada ni nadie que nos pueda despertar. Tumbarnos en el sofá, cerrar los ojos, pensar en grande. O abrir la ventana, y mirar al infinito, emparrándonos con cada mosca que pase, canturreando en voz baja cualquier canción de la radio. Volver a mirar la vida con los ojos de un niño, por muy explotada que esté esta expresión. Que lo está.
Porque sí, empieza a estar muy explotado este tipo de post de consejos de esos que una misma nunca se aplica, soy muy consciente de ello. Pero vaya, ya lo sabéis, soy poco más que una soñadora con grandes aspiraciones, y a veces necesito recordarme a mí misma ciertas cosas.
Porque vivir con los ojos abiertos está bien, pero resulta que yo soy más de las que viven con la imaginación y el corazón de par en par. Sí. Soy una soñadora. Me caigo de la cama de tanto soñar. Y si algo puedo hacer por ti desde aquí, seas quien seas, es desearte eso: que te caigas de la cama de tanto soñar.
Te deseo, seas quien seas, que nunca olvides quién eres, qué te ha traído hasta aquí y adónde te quieres dirigir. Te deseo, seas quien seas, que aunque tengas aspiraciones, nunca olvides que lo más importante es compartir tiempo con las personas a las que quieres, que esas no dan un sueldo ni reconocimiento en forma de premio, pero dan lo que no se puede explicar con palabras: sí, eso.
Te deseo, seas quien seas, que nunca cedas ante la desilusión, que nunca creas que no vales para algo (que sí, que habrá cosas que no sepas hacer ni de broma, pero habrá otras que hagas mejor que nadie), que nunca nadie te haga creer que tus metas son absurdas. Sí, puede que tengas alguna idea descabellada, y deberás saberlo para mejorar, pero ante todo lo demás, nunca cambies el rumbo. Simplemente, ve a por ello de la mejor manera que sepas. Te deseo, seas quien seas, que nunca te dejes nada a medias. Que eso es de cobardes. Y los cobardes no cumplen sueños, sólo los rompen.
Te deseo, seas quien seas, que llores. Que sepas cuándo llorar y cuándo reír. Que aprendas a compartir lágrimas y a reír sólo y por dentro. Porque solemos compartir risas y esconder lágrimas, y yo creo que algunas veces, debería ser al contrario. Que los verdaderos amigos están para secarse de la camisa tus mocos, y no sólo para compartir cervezas y cachondeo. Aprende a valorar quién está siempre. Aprende a valorar la amistad, porque si no lo haces, te arrepentirás.
Te deseo que sepas con quién salir, con quién bailar, con quién compartir tantos sueños. Que sepas distinguir quién se quedará y quién será ave de paso. Porque ya no tenemos quince años, esas cosas ya las vemos de lejos. Te deseo que te enamores. De verdad. Que seas valiente. Que te atrevas. Que ceda tu muro. Que enseñes tus cartas. Porque esconderlas sólo genera desconfianza, y de eso ya has tenido bastante, ¿verdad? Muéstralas. Ponlas sobre la mesa. Quien no quiera seguirte en el juego, se irá, pero quién aprenda a adorar esos estúpidos rectángulos de cartón tan tuyos, no se marchará.
Te deseo que sepas que lo único importante es la inocencia, la pureza de corazón, la sencillez. No te las quieras dar tan de listo. No quieras ser tan especial, tan guapo, tan moderno. Al final, somos todos lo mismo, y lo realmente especial es tener a alguien con quien alargar los cafés.
Lo realmente importante es que sepas lo importante que eres, lo importantes que son tus sueños, lo valiosa que es tu existencia.
Te deseo que seas feliz.
Que disfrutes del camino.
Que nunca dejes de caerte de la cama.
Que nunca dejes de soñar.
Dedicado a tantos y tantos soñadores. Dedicado a todos vosotros. Dedicado, en especial, a ti.
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