Este post está dirigido a aquellos que como yo, disfrutan la vida y los viajes como niños. Volvamos a sorprendernos por las pequeñas cosas que nos podemos encontrar, por ejemplo, en una ciudad como San Francisco.
Todos los adultos o la gran mayoría, intentamos que los niños que tenemos a nuestro alrededor dejen de hacer cosas infantiles tales como gritar, saltar, llorar, etc. Creo que es porque les tenemos envidia. Nosotros también queremos hacerlo pero ya no tenemos edad para ello o eso nos decimos a nosotros mismos.
Con lo bonito que es sorprenderse por cosas cotidianas, reírse de algo absurdo, llorar si algo te emociona o saltar de alegría. Realmente es interesante observar el mundo como un pequeñajo.
Cuando fui a San Francisco, descubrí que yo también tenía un poco atrapada a la pequeña Almu, la cual salía de vez en cuando al ver una película de animación, me ilusionaba con Harry Potter o jugaba con mis sobrinos. En esta ciudad la deje salir a pasear con total libertad sin cortarme. Desde entonces va conmigo a todas partes.
Seguro que muchos de vosotros, de pequeños os imaginábais en otros lugares. Surcando mares o peleando con grandes adversarios, reconociendo selvas o pateando grandes ciudades. El cine y los libros nos abrían un mundo lleno de posibilidades.
Yo cuando supe que iba a San Francisco evoque una serie de mi infancia, en la que salían esas calles alocadamente empinadas y unas casas con balcones, pintadas en bellos colores pastel. Allí aparecía una familia enorme viviendo en una casa fabulosa, yo quería vivir las historias que ellos tenían cada semana.
A mis 29 añazos estaba yo en esa ciudad que tanto anhelaba en mi infancia.
Y qué hice allí, pues muchas cosas, pasee por la zona de Castro llena de colores y significados, patee el mítico barrio chino, me tire al césped a descansar cerca de una gran iglesia, recorrí el puerto, vi las casas de colores (no faltaba más) , Twin Peaks, El Golden Gate… Pero lo que se quedó en mi interior fueron dos lugares que ni de niña imaginé que me gustarían tanto. Más que nada porque son dos museos.
¿A qué niño le gustan los museos? A casi ninguno ya lo sé, pero estos son especiales.
Museo Exploratorium:
Mis queridos compañeros de viaje se fueron hacer cosas de mayores, una al grandioso Moma y el otro a la terrorífica Alcatraz y yo…. me fui hacer experimentos.
He de decir que tenía mis dudas acerca de este lugar, no me esperaba nada de él y entré en el edificio que lo alberga en el puerto con poca decisión. Di mi entrada en la puerta y comencé a caminar por el enorme espacio que tenía frente a mí. A mi alrededor numerosos niños correteaban yendo de un lugar a otro emocionados y riendo. Yo me dije a mi misma que ….. haces aquí metida, esto es para niños.
Decidí dar una vuelta de reconocimiento y comencé a fijarme en las cosas que me rodeaban. Luces de colores, sonidos, imanes, esculturas vivientes. El gusanillo se iba moviendo ¿qué eran esas cosas? ¿cómo se movía esa escultura? ¿Por qué ese espejo me muestra en tres dimensiones? Y caí en el mundo de la curiosidad que solemos atribuir a los niños. No recuerdo todos los experimentos que hice, solo del primero que hizo efecto dominó, pues acabé haciendo todos.
Me encontré sola en una sala donde había unos sillones frente a pantallas pequeñas, y detrás había una pared con unas barras de metal, unas cajas a cada lado con pajitas y las instrucciones en inglés. No tenía ni idea de que era lo que ponía, ya sabéis que no se mucho el idioma, pero por suerte en mi primer paseo descubrí que había internet en el edificio, me disponía a buscarlo en el traductor de google, cuando vi en el panel un código bidi que ponía español o chino, pase mi escáner del teléfono y salió la traducción.
El ensayo consistía en una cosa súper sencilla, ponías la pajita forrando la barra de metal y mordías la pajita sobre esta. Cuando lo hice me quedé loca, en mi cabeza comenzó a sonar música de jazzz, no os miento, se escuchaban todos los instrumentos, lo repetí varias veces porque no me lo creía. Después de eso todo fue probar manivelas y botones, no podía parar.
Salí de allí casi cuatro horas después, súper feliz y con ganas de tomarme un helado mirando al mar. La pequeña Almu salió de su escondite y ya nunca la dejaría atrás.
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Musée Mécanique:
Caminamos durante el día por Chinatown. Mercados, farolillos y comida asiática nos rodeaban a cada paso que dábamos. Me llamó la atención unos pescados secos, extremadamente olorosos que vendían en todos sitios, como siempre los tres empezamos hacer conjeturas de para que se usaban, pero no me quedó nada claro. Después cada uno comió donde quiso y nos reunimos en Washington Square Park
Sentados a la sombra descansamos nuestras paticas. Mientras observaba todo lo que ocurría a mi alrededor me enamore de un chico, que para mí era el rey del lugar. En una hamaca tumbado entre el sol y la sombra leía un libro con una copa de vino. Me imagine esa mezcla de calor y fresco, meciéndose dulcemente mientras te zambulles en los diferentes mundos que te ofrece una placentera lectura.
Yo ya estaba en esa hamaca, cuando desperté y me dijeron de ir hacia el puerto andando. Fue un buen paseo, San Francisco como aparecía en mi serie, está llena de cuestas enormes. Al llegar casi a Pier 39, la zona del puerto más turística vimos mi segundo lugar preferido de la ciudad.
Habíamos leído sobre él, pero no sabíamos si nos daría tiempo a verlo cuando apareció ante nuestros ojos. Un museo de máquinas recreativas antiguas, en mi mente me lo imaginé destartalado y lleno de cachivaches inservibles. En Estados Unidos suelen dar mucho bombo a sitios que ofrecen la historia del país, donde solo tienen cacharros colgados de la pared. Pero no tenía nada que ver con eso.
Cada máquina expuesta funcionaba a la perfección. Pinballs, cajas de música, imágenes en 3d en cajones, marionetas cantarinas, lecturas del tarot, pruebas de fuerza,… todo de una época, en la que el plástico no existía prácticamente, la mayoría estaban hechas de madera.
Creo que nos gastamos como dos dólares cada uno, pero probamos varios cacharros. Los más viejos solo costaban 25 centavos. Dimos multitud de vueltas entre cada hilera de máquinas hasta que nos encontramos con un fotomatón de verdad, de los que no avisa y no sabes cómo quedará la imagen antes de imprimirla, pero quedó genial.
En este caso los tres estábamos emocionados con el museo, éramos como la típica pandilla que va a los recreativos… ¿y ahora a qué jugamos?
Pues podríamos haber jugado a hundir la flota, porque fuera había un barco del ejercito amarrado al puerto. Y al seguir un poco más por el paseo nos encontramos con una gran familia de leones marinos descansando en el muelle.
Acabamos congelados mirando a estos enormes animales durante casi una hora, pero como me pasó a mí la primera vez que me sentí como una niña, a los tres nos entraron unas ganas locas de comer helado.
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