Un paseo a pie entre ermitas, alcornoques y el rumor del agua por el Valle de las Batuecas
© Texto y fotografías: Javier Prieto Gallego
Si hay ríos que saben latín, el Batuecas es uno de ellos. Al menos, ducho debería ser en retahílas, cantinelas y misereres. Y es que si el roce deja poso, resulta que las aguas del Batuecas llevan centurias lamiendo las tapias del venerable monasterio del Desierto de San José, epicentro espiritual de un valle tan hermético como frondoso, tan místico como excitante, tan legendario como real. Aguas saltarinas, frescas y transparentes hartas de tocar la dulce música de fondo sobre la que los frailucos carmelitanos fijaban sus oraciones al tiempo que caminaban, senda arriba senda abajo, con los ojos del espíritu puestos perpetuamente en Dios y los del cuerpo en los pedregales del camino.
Corría el siglo XVII y España se hallaba inmersa en una frenética carrera descubridora, ávida de nuevos territorios allende los mares. Hasta la península continuaban llegando noticias de paraísos perdidos, tesoros inmensos y razas imposibles de describir sin hacer gestos grotescos. En los corrillos de por la tarde era usual cruzar los sucedidos del día con las noticias fantásticas que, desde el otro lado del mundo, llegaban a bordo de los barcos, tan bien envueltas entre mercancías preciosas, joyas inimaginables y animales nunca vistos que nadie se atrevía a ponerlas en duda. Por eso no es de extrañar que cuando una obrita menor del insigne Lope de Vega subió al escenario la existencia de un valle perdido, remoto e ignorado en el corazón mismo de la península todos jalearan la noticia como si en lugar de teatro estuvieran viendo el telediario de la Dos.
Todo empezó -o eso dicen-, con un viajecito del escritor a Alba de Tormes, capital del ducado de Alba para pasar una temporada con el duque. Entre las excursiones con las que aderezó la estancia no faltó un detenido viaje por algunas de las propiedades ducales. Es así como pudo conocer de primera mano, de segunda o de terceras, la existencia de un territorio pobre y aislado, encajado entre unas montañas tan abruptas que quienes vivían allí lo hacían tan apartados del mundo que no conocían de Dios ni los hombres, ni del duque ni del Rey. Eran Las Batuecas, nombre que en aquel entonces arropaba también al resto de valles que forman las actuales Hurdes.
Y fue con esas estambres con las que tejió la obra “Las Batuecas del duque de Alba”, escrita entre 1604 y 1614 pero publicada en 1638, cuando el escritor ya había muerto. En la obra, dos sirvientes del duque de Alba enredados en amores no permitidos se ven obligados a huir para proteger su amor y hete aquí que llegan a un valle desconocido, nunca dibujado en los mapas y habitado por tribus descendientes de unos godos que acabaron escondidos allí para evitar la escabechina musulmana, viven a su manera y han olvidado, hasta la llegada casual de los dos sirvientes en fuga, que hubiera vida más allá de su valle, el valle de Las Batuecas. Bien es verdad que gracias al encontronazo de aquellos dos mundos, el valle y sus habitantes pasaron a engrosar las propiedades del duque y, por supuesto, a abrazar la Única Fe Verdadera. Lo raro fue que el cuento cayó tan en gracia que acabó dándose por cierto que Las Batuecas era un territorio salvaje y fiero, habitado por gentes hurañas, huidizas, paganas y salvajes que andaban medio desnudas y adoraban al demonio con todas sus consecuencias.
El caso es que los únicos habitantes del valle llevan en él, si bien con interrupciones, desde 1599, momento en el que se establece el monasterio del Santo Desierto de San José de las Batuecas, dale que dale a su “ora et labora” tan al margen de mitos y leyendas como ahora mismo lo están de los turistas que se acercan hasta las tapias del monasterio. Un cartel en la puerta del recinto monacal lo expone bien a las claras: “En el monasterio no hay nada interesante que ver”.
Y es verdad. Mucho más excitante para el viajero es adentrarse por el fondo de este valle y dedicar tiempo a disfrutar de una naturaleza exuberante entre la que despuntan tejos, alcornoques o eucaliptos centenarios junto a la misma valla del monasterio.
El Canchal de Las Cabras Pintadas
Este valle tranquilo y este río inquieto fueron el rincón escogido -después de mucho escoger- para quienes buscaban aislarse, en vida, de la propia vida. Y algo de eso, a pesar de los tiempos que corren, puede palparse todavía. Una forma de hacerlo, aunque requiere autorización previa en la casa del parque natural, es seguir las orillas del Batuecas, peñas arriba, hasta toparse con el llamado Chorro de las Batuecas, uno de los mayores alicientes paisajísticos que brinda el Parque Natural de Las Batuecas y Sierra de Francia. Otra, para la que no hace falta permiso alguno, es seguir el mismo camino por la orilla del río, señalizado como PRSA-10, pero deteniéndose mucho antes, al alcanzar el resguardo rocoso en el que hombres del neolítico que andaban ya por estos canchales pintaron con lo que tenían a mano el mural rupestre que se conoce como Canchal de las Cabras Pintadas.
Este camino de agua y oraciones se localiza, como queda dicho, junto a la tapia izquierda –según se mira- del bendito convento, tan apretado entre la tapia y el río que como venga muy crecido –el río- hay que caminarlo –el camino- pisando por encima de las raíces de los gigantescos arbolotes que desde allí mismo escuchan maitines. Se trata sólo de un pequeño susto, ya que rápidamente el camino coge tierra y se convierte en una vereda bien pisada.
Bordeando la tapia del convento no tarda en alcanzarse una de sus puertas laterales, a la altura de un pequeño puente rematado por una cancela. El puente y la cancela franquean el paso hacia una de las tantas sorpresas que descubrirse pueden en el lugar: el reguero de ermitas, casi todas hechas polvo, que servían a los monjes penitentes para ausentarse del cenobio en solitario durante semanas en busca de un aislamiento y mortificaciones aún mayores que las que ofrecía el ya de por sí austero monasterio. Quien busque curiosear algunas de estas minúsculas ruinas puede guiarse por los enormes cipreses que, plantados por los monjes a la vera de cada una de ellas, las han sobrevivido delatando hoy su ubicación entre la maraña de encinas, quejigos y alcornoques.
Pero para dirigirse hacia el Canchal y el Chorro no es necesario recorrer las ermitas; hay que continuar bordeando el convento por la orilla izquierda del río no tardando en alcanzar un segundo puentecillo –éste sí se pasa- y la vieja puerta trasera de la achacosa tapia exterior del monasterio.
A partir de este punto basta dejarse llevar, con rezos o sin ellos, por el camino principal, el más marcado, a medida que éste va trepando la ladera siempre en compañía del agua, que corre algunos metros más abajo.
Así, entre encantadoras pozas, riscos y una tupida fronda, hogar para la abundante fauna que habita el parque, se termina por alcanzar en 1 km desde el aparcamiento los Canchales de las Cabras Pintadas y el Zarzalón. Aquí acaba también la señalización oficial del sendero que une La Alberca con este refugio primitivo. Seguir hacia el Chorro, además de autorización, requiere continar por la orilla del río hasta el paraje conocido como Las Torres. En ese punto es preciso cruzar a la otra orilla, abandonando el curso del Batuecas para continuar por la vereda –menos marcada- que sigue ahora el arroyo del Chorro. Tras superar algún fuerte repecho, se termina por llegar a la cola de caballo.
Información y permisos. Casa del Parque de las Batuecas-Sierra de Francia. Ctra Las Batuecas nº22. ( La Alberca. Salamanca). Teléfono: 923 41 54 21.
En marcha. El tramo que finaliza en el canchal de las Cabras forma parte del sendero PRSA-10, que une La Alberca y el monasterio de San José siguiendo el camino tradicional. Recorre un total de 8 kilómetros que pueden hacerse en algo más de tres horas. Para la vuelta conviene tener un vehículo esperando en Las Batuecas. Puedes descargar aquí el tríptico en PDF de este recorrido.
Pinturas rupestres. Los alrededores del cenobio están salpicados por varios abrigos rocosos en los que se conservan pinturas rupestres de la Edad del Bronce. El conocido como el Canchal de Las Cabras Pintadas, se localiza poco después de dejar atrás la puerta trasera del recinto monacal. Setecientos metros después, y tras caminar por un canchal, sale por la derecha un senda ascendente que lleva, en 200 metros, hasta las verjas desde las que se contemplan las pinturas.
Mapa.
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