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No hace falta mirar los programas meteorológicos de la televisión para darnos cuenta de que este verano que estamos disfrutando es uno de los más calurosos de la década. Estamos viviendo un julio y un agosto en los que la ola - o la bofetada - de calor enciende nuestros deseos de acercarnos a ese mar fresquito en el que siempre hemos encontrado consuelo. La foto de la semana de Gretur Viajes es más marítima y vacacional que nunca: caracolas y conchas nacidas en uno de los destinos vacacionales más hermosos del mundo: la península de Kerch, en Crimea. Mar azul, playas de arena dorada, pueblos encantadores… y, por supuesto, caracolas. Y es que ¿quién no relaciona estas maravillas de la naturaleza marina con el calor del verano y el sabor de las vacaciones?
Recuerdo como si fuera hoy la primera vez que escuché el rumor del mar a través de una caracola. Fue hace mucho, mucho tiempo, en aquellos días en que apenas levantaba un metro del suelo y todo lo que me rodeaba era grande, inmenso, misterioso. La caracola llegó a mi casa como suelen llegar este tipo de souvenirs, de la mano de unos familiares con coche que, afortunados ellos, habían surcado la meseta en un seiscientos para visitar un pueblo con sabor a mar. La caracola era grande, sonrosada, rugosa; descansaba sobre la mesa de la cocina entre las tazas de café, los pasteles y los licores de los mayores. Yo me acerqué poco a poco, esperando que no se notara que un “insignificante” niño de la época se atreviera a curiosear en medio de una conversación de adultos. Pero es que yo nunca había visto algo así, en aquellos primeros años setenta las dos escasas cadenas de la tele pública estaban empeñadas en mostrar sol y toros, películas de cante “jondo”, bailes regionales y, francamente, poca cosa más. No existía el Discovery Channel, Canal Viajar o National Geographic y, por supuesto, ese paraíso de la información que llamamos Internet era un invento que solo los escritores de de ciencia ficción habían imaginado. Así que ahí estaba yo y aquella caracola sonrosada sobre la mesa de la cocina, un regalo bien extraño que, además, despedía un aroma parecido al de los langostinos de la Noche Buena. Alguien, no recuerdo quién, debió de fijarse en mi mirada de asombro y en un gesto raro para la época me alcanzó la caracola. Pesaba mucho, tanto que mi hermano mayor tuvo que ayudarme a sostenerla para, despacito, acercarla a mi oído y escuchar ese run run cadencioso del mar que nunca, nunca olvidaré.
Caracolas y conchas procedentes de lugares maravillosos y extraños, las playas gallegas en los setenta, las playas de Kerch en la segunda década de los fabulosos 2000. Dos épocas tan lejanas en sueños, esperanzas e ilusiones unidas por un simple, pero mágico souvenir playero.