– ¿Perdón?
– Es cuando se conocen dos personajes en una película. Por ejemplo: un hombre y una mujer necesitan comprar algo que ponerse para dormir y los dos acuden a la misma tienda de pijamas para caballero y el hombre le dice al dependiente: solo necesito la parte de abajo, y la mujer dice: yo solo la de arriba, entonces se miran y es un encuentro cuco.
(The Holiday)
De “The Holiday” aprendí a reconocer los encuentros cucos. No son muy frecuentes. Se esconden entre movimientos estáticos, pasos rápidos, acciones rutinarias como bajar la escalera de tu casa o hacerte el café de las mañanas. Viven detrás de las neveras, tras los cristales empañados de vaho, tras las hojas que mueren y caen sin piedad sobre tu cabeza. Viven en rincones alquilados de tu memoria, en esquinas por las que pasas a diario, en libros que dejas a medias, en supermercados a punto de cerrar. Viven dentro de esas personas que te niegas a ver, pero que están siempre ahí. Viven donde no puedes verlos a no ser que abras bien los ojos. Y el corazón.
¿Quién no ha soñado con encontrarse con el amor de su vida buscando un pantalón de pijama? ¿Quién, lejos de soñar, lo ha vivido? El pijama, lo de menos; el encuentro, lo de más. Hablo de esos momentos de película que nunca crees que tendrán lugar, de esas historias que te cuentan siempre los demás y que, con media sonrisa, te dedicas a acompañar con un suave gesto de resignación que intenta parecer felicidad. ¿Conocéis ese sentimiento de alegría mezclada con tristeza cuando alguien te cuenta lo feliz que es pero tú tienes el corazón roto? Me refiero más o menos a algo así. Pero al final, descubres que las muecas serias, las miradas al cielo y los “ya llegará”, se quedan en polvo de estrellas, en partículas de algo mejor de lo que nunca jamás hubieras podido imaginar.
Todo eso que un día te hizo dejar de sonreír, acaba formando parte de algún lugar del universo donde lo cuco se come a los monstruos, a todos tus monstruos.
El otro día, o puede que hace ya semanas, de camino a una cena en un taxi, llovía. Los cristales de las ventanillas estaban completamente empapados. Las gotas resbalaban conforme el taxista cambiaba de marcha. Hacía algo de frío, pero no mucho. Yo llevaba manga corta y vaqueros, mi look habitual de salir de cena desde guardé los vestidos de verano, creo yo.
Metida en mis pensamientos, mirando el móvil, avisando con ese “llego cinco minutos tarde” tan habitual en mi y que tanta rabia me da. Echando un último vistazo a todo lo que se puede mirar: correo, Whatsapps, Instagram, Twitter, todo, vaya. Y de repente, como si el desconocido que me estaba conduciendo a mi destino me conociera mejor que muchos de mis amigos, el tiempo se paró.
Des yeux qui font baisser les miens
Un rire qui se perd sur sa bouche
Voilà le portrait sans retouche
De l’homme auquel j’appartiens
Quand il me prend dans ses bras,
Il me parle tout bas
Je vois la vie en rose…
Lluvia. Las notas de una de mis canciones favoritas flotando libres por el taxi. Y sin saber cómo, se me humedecieron los ojos.
De repente, sin saber por qué, algo brotó de dentro. De lo que guardo, de lo que callo, de lo que huyo cuando voy corriendo. De todos esos “yo puedo con todo”, de los “me da igual que me haya decepcionado o que se haya terminado”, de los “me da tiempo, seguro que llego, seguro que lo acabo, ya descansaré cuando me muera”. Algo, nacido conmigo y medio muerto hace tiempo, renació esa noche, durante dos minutos, en un taxi. París, mon amour, tú, tú, tú… y yo. Una canción, otra persona a menos de un metro de distancia, un montón de luces traspasando un coche. Un encuentro cuco sin pijamas ni una pareja que comienza a serlo. Porque hay un montón de clases de encuentros cucos. Los reconocerás porque te despertarán algo dormido. Los guardarás porque te robarán el corazón.
Porque no hace falta un guión de película, una situación de cuento, un final de falda de tul ni zapato de cristal. La magia no es tan exquisita. No suele ir a restaurantes de cinco tenedores ni a tiendas caras. No espera una ni una gran localización, ni un fotógrafo que lo inmortalice, ni Moet Chandon en copa fina. La magia no es tan así. La magia, de hecho, va en zapatillas. Juega, vuela, anda esquivando lo malo, parándose a ratitos en lo bueno. Lo cuco no es sinónimo de estar divina ni ser muy top. Lo cuco es, en cambio, una risa que acaba en llanto y un llanto que acaba en risas, un choque entre personas incompatibles que acaban siendo inseparables, un semáforo que cambia a verde, un helado compartido a cucharadas, un momentito de té y flores leyendo tus historias favoritas.
Lo cuco es la fibra que teje la magia. La magia es la tela que cubre la vida. Que cuando hace calor sobra, pero… ay de ti si viene el frío.
Hay personas que son melodías. Gente que llega despacio y que nota a nota te atrapa tanto que ya no puedes escapar. Hay personas que son música francesa. Que, como La Vie on Rose, caen como gotas de lluvia por tus recuerdos y que, sin querer, te cambian por dentro.
Y da igual lo que estés haciendo y dónde te encuentres, porque cuando una de esas personas llegan a tu vida, nunca se van del todo aunque se marchen. Y en taxis, en noches, en películas. Y en copas, y en calles, y en notas.
Y en todo, están.
M.
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