Jan Vermeer de Delft (1632-1676) es uno de los pocos pintores que no requieren explicación. Gusta, sin más. Con muy poca producción (unos cuarenta lienzos), sin una vida romántica, sin dejar ni una sola carta, sin que sepamos como fue su rostro, su pintura salta todas las barreras y llega directamente a la sensibilidad, ganando el aprecio del espectador sin más comentarios. Solidez de formas, claridad espacial, armonía cromática y atmósfera de quietud, son los términos que repite constantemente esa fascinación popular por un pintor descubierto en el siglo XIX, en el que podemos ver un nuevo clasicismo, protagonizado por la humanidad casera.
Las escenas de Vermeer en su etapa clásica, 1660-1670, se sitúan en el ángulo izquierdo de una estancia. La pared del fondo define con precisión un espacio ordenado. El sabio despide un efecto de aislamiento, tras la barrera formada por la cortina y el mobiliario, que obliga a nuestra mirada a adentrarse hacia el fondo bien iluminado acentuando una ilusión de profundidad muy barroca, como también lo es el desequilibrio entre la mitad izquierda del cuadro, ocupada por volúmenes que se escalonan de abajo arriba, mientras que a la derecha del espacio se desahoga en un vacío dorado. El estudio está iluminado por una ventana de doble batiente cuyo perfil angular se repite como un eco compositivo en la forma de la mesa, del armario, del cuadro en la pared, creando una armadura de líneas paralelas. Estos dos elementos extremos, la ventana incompleta de un lado, la silla y el cuadro de la pared, del otro, abren la composición hacia fuera como si la escena no fuese más que el fragmento suelto de una realidad que se prolonga, como un mapa, más allá del marco. Un efecto que encuentra cierta correlación en la actitud abstraída del geógrafo, que parece viajar por la geografía de su mente.
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