Mi abuela me ha contado esa historia unas cuantas veces, no podría decir cuántas con exactitud. Siempre que me habla de su padre y de cómo trabajaban codo con codo rodeados de caramelos y de pequeños papeles de celofán, su cara vuelve a adquirir esa inocencia que solo se tiene durante la niñez. Sus ojos se abren un poco más de lo habitual. Sus manos empiezan a trabajar algo más rápido, gesticulando al ritmo que marca cada palabra. Sonríe recordando. Y yo sonrío mientras ella recuerda.
Me hace gracia ver que ya solo se acuerda de lo que ocurrió años atrás, cuando todos sus seres especiales todavía estaban a su lado. Lo que hizo ayer o lo que ha comido esta mañana, no importa, no queda, no se recuerda. Memoria selectiva. Memoria del corazón.
Caramelos. La imagino envolviendo caramelos, del mismo modo que mi hermana y yo montábamos botones cuando mi madre necesitaba ayuda. Vestir caramelos. Montar botones. Tareas por las que ningún adulto se sentiría muy realizado, tal vez. Tareas con las que un niño se siente el rey del mundo y mucho más, tal vez. De 92 años, ese recuerdo es uno de sus favoritos. De 28 años, montar botones, es uno de los míos. Ella no habla de cuando tuvo una televisión por primera vez o de cuando discutió con la vecina. No habla de cuando le tocaron unas pocas pesetas jugando a la lotería o de cuando trabajaba en la peluquería. Los recuerdos, las diapositivas supongo que siguen ahí. Pero no, no habla de ello.
En cambio, siempre recuerda, cuando pasamos por la Casa de los Caramelos, que ahí era donde compraban los dulces que, durante los años más duros de su vida, les dieron de comer. También recuerda siempre cómo mi abuelo pasó meses sin darle siquiera un beso, por el respeto de la época, no por falta de ganas. O la vida que pudo haber vivido su hermana si no hubiera muerto tan joven; siempre cuenta lo mucho que le gustaba bailar y el susto que se llevó cuando casi matan a su padre durante la guerra (según ella, murió precisamente por el impacto que le causó ese momento). Y también recuerda la bronca que le pegó su madre el fatídico día que llegó tarde a casa (algunos rapapolvos jamás se olvidan). Y las canciones que cantaba, y los momentos en el pueblo, y… poco más.
Las cosas sencillas. La familia. El amor. Nada más queda en la caja de recuerdos cuando se es mayor. No hay cabida para los malos sentimientos, para lo material, para la belleza fugaz: tienen restringido el paso. Por contra, tienen vía libre las siestas, los abrazos, los nacimientos, las muertes de quienes quisimos, la mano que nos acompañó bajo el sol más brillante y en medio de la tormenta más feroz, las manías y los defectos inolvidables de quienes nos rodearon, los ratos compartidos en un humilde salón junto con un montón de caramelos. Eso, al final todo se reduce a eso.
Nosotros, de mayores, no sé bien qué recordaremos. Confío en que toda la frialdad que nos envuelve a diario se acabe convirtiendo en otro tipo de envoltorio, en un envoltorio de papel brillante, de color chillón, de tacto suave. Porque sabemos lo que cuenta, no creo que se nos olvide en ningún momento. Vivimos teniendo presente qué es lo importante, pero creemos que tendremos tiempo para vivirlo cuando tengamos más tiempo, cuando seamos más libres, cuando… no quede tiempo. Somos el enfermo que no pone remedio, el que pasa de tomar la medicina, el que prefiere sollozar tirado en la cama antes que levantarse y echarle un par.
Cuando seamos ancianos, porque lo acabaremos siendo, no importará si tenemos o no Wifi, si alguien nos dejó de seguir, si pudimos tener un armario plagado de prendas de marca, si viajamos lo suficiente como para dar envidia a nuestros contactos. No importará lo mucho que nos hayamos dejado la piel tratando de esforzarnos a cada paso dejando de lado lo más increíble: la vida en sí, la vida de los nuestros, nuestra propia vida.
No digas que no tienes tiempo: el tiempo lo crean las ganas.
Así que sal, ve a ver a los tuyos, trata de ser feliz y de cumplir tus sueños, haz que tus recuerdos de mañana sean mucho más, que no se conviertan en lo que imaginaste que sería y que nunca pudo ser.
Y disfruta de lo sencillo.
Tengo al lado una mujer que fue feliz envolviendo caramelos.
Tienes detrás de estas letras a una que lo fue montando botones.
M.
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