Absolutamente todo pasará.
Como pasan las noches más largas y feas. Esas que se pegan a ti con cierto celo y que no presagian nada bueno. Esas que te envuelven en su propia oscuridad y te contagian de su melancolía. Esas que no parecen tener fin y no recuerdas cómo empezaron a fraguarse. Pero que, inevitablemente, pasan. Todas ellas. Sin excepciones, siempre llega el día. El resplandor del que regala un nuevo día. Un tregua.
Una nueva oportunidad.
Y confianza. Aunque hoy no lo tengas tan claro, y hasta lo veas difícil. Incluso imposible. Aunque no veas ninguna luz, por pequeña que sea, al final del túnel. Una luz que infunda una mínima esperanza dentro de ese oscuro y triste túnel que te encuentras recorriendo en contra de tu voluntad. Aunque te invadan infinitas dudas a las que no encuentras respuestas y los miedos más aterradores te tengan ganado el pulso y la seguridad.
Pasará.
Cuando te relajes y cambies de chip. Cuando dejes de pensar en el problema y le plantes cara directamente. Cuando lo afrontes. Cuando decidas continuar y no darte por vencido. En el momento en que menos te lo esperes. Cuando menos tiempos estés pensando en ello. Cuando hayas incluso dejado de buscar la salida que quieres y simplemente busques salir. Será un “chas y desaparezco de tu lado”. Que te aliviará.
Que te hará soltar el aire que contenías, sin darte cuenta del mucho tiempo que llevabas sin respirar.
Conteniendo el aliento. Sumando tensión. Algo que a todos nos pasa. En algún momento. O en más de uno. Todos vivimos circunstancias en las que nos olvidamos de respirar. De coger aire y soltarlo. O nos limitamos a respirar como si fuera un hábito más. Como robots más o menos inteligentes. Como maquinas que no sienten, que no intuyen, que no perciben que hay algo más. A veces por despiste. Por costumbre. Por pura rutina. Nos olvidamos de lo simple, de lo bonito, de lo más natural.
Mientras que en otras ocasiones, es todo lo contrario. Es todo a sabiendas. Es todo forzado. Fingimos respirar normal. Fingimos que todo va bien y que nada nos pasa. Nada nos preocupa. Que todo marcha sobre ruedas y que mejor imposible. Y mentimos, sí. A los demás, y a nosotros mismos. Nos creemos nuestras mentiras. Y esperemos que pase la tormenta. Que pase el temblor. Que pase la noche y que llegue el día.
Porque hay momentos que impactan. Para los que no estábamos preparados. Momentos que te rompen todos los esquemas, sin miramientos. Sin pedir permiso ni perdón. Que te llegan a lo más profundo. De lleno. Sin remedios que alivien el golpe, ni fórmulas mágicas que lo borren al instante. Sin tiritas que tapen la herida y protejan de otras. Sin analgésicos que calmen el dolor, el daño, el pensamiento. Porque a veces, lo que menos duele, es el golpe. Porque en ocasiones, lo que más daña, es lo que pensamos.
Lo que ronda por nuestra mente y nos nubla la razón. Lo que acampa a sus anchas y reina sin control. Nuestros filtros y costumbres. Los que se nos escapan y difuminan realidades. Lo que pensamos, en general y en particular. Cómo hablamos y nos hablamos, y qué tono usamos. Cómo nos lo decimos. Cómo nos tratamos. Y es que el respeto empieza por uno mismo.
Porque a veces no hay que buscar al enemigo fuera. Porque está dentro. En casa. A nuestro lado. Dentro de nosotros. En todo momento. Decidiendo y controlando. Saboteando. No dejando ser nosotros mismos. Dejándonos a expensas de libres interpretaciones que no se corresponden con la realidad. Dejándonos atrás y diciéndonos cómo actuar. Dando forma a todo. A su libre albedrío. El que luego justifica. No en vano dicen que las peores tormentas las creamos en nuestra mente.
Pero que si somos capaces de controlarlas, la cosa cambia. Y que lo somos. Y que podemos controlarlas. Cambiando de pensamientos. Cambiando el chip. Que cambiando uno sólo de ellos se empieza por algo. Y los demás, poco a poco. Aceptando más. Exigiendo menos. Buscando qué está en nuestras manos hacer, y dejar el resto a quien corresponda.
Porque lo que tiene que ser, es.
Y que todo, absolutamente todo, pasará.
Fdo. Patricia, “Entre Suspiros y un Café”