No se aún qué me empujó a entrar en aquella pequeña tienda en un callejón del Trestevere, cuando algo llamó mi atención sin mirar realmente, o prestar atención. Quizás solo buscaba refugio de la tormenta de verano que empezaba a cubrir el cielo romano a toda velocidad.
Recuerdo a tus compañeras de trabajo, creyendo que no las entendía, bromeando en italiano que lo único de mi talla que podía haber en la tienda eras tú. Y apareciste, prenda en mano, pelo desordenado, negro azabache, de rizo largo sobre tu piel morena, ojos claros. Captaste mi atención al instante, como solo lo hacen algunas mujeres que no pueden ocultar que son bellas, sin maquillar, sin arreglar, sin artificios. Mientras tus compañeras te contaban la broma sobre la talla, al ver tu altura entendí por qué. Luego se escabulleron en el almacén mientras tú, turbada por la broma, me tendías los pantalones para que me los probara.
Recuerdo pagar, viendo tus preciosos ojos entre los rizos que amenazaban con esconderlos de mí, aun sonrojada y vergonzosa, y te ofrecí compensarte ese pequeño rato de vergüenza con una cena, sin más compromiso, siempre y cuando me enseñaras un rincón diferente de Roma. Creo que en parte aceptaste por los gritos animándote a ello que surgieron de la trastienda. Te sonrojaste de nuevo, sonreí. Apuntaste una dirección y una hora con un pie de nota que rezaba ¨suerte encontrando este lugar¨. Y lo encontré, no diré que fue fácil porque no lo fue en absoluto, y estuve en varios momentos tentado de subirme en un taxi y acabar con mi periplo. Pero disfrutaba el reto, así como el paseo por una de las zonas menos visitadas de Roma.
Llegué al lugar de la cita por los pelos y allí estabas tú, con un libro en las manos, más bella de lo que recordaba. Recuerdo que hablamos durante horas, mezclando inglés, italiano, y el poco español que recordabas de tu año de estudios en España. La cena en aquella pequeña Trattoria y el largo paseo que vino a continuación hicieron que siempre atesore esa noche como algo especial. Nos despedimos con un beso en la mejilla, te acompañe hasta tu calle y entendí que no quisieras que lo hiciera hasta tu casa. Al despedirnos me diste un pequeño trozo de papel, otro lugar, otra hora, al día siguiente.
Llegó el amanecer, visita al Vaticano, foro, Coliseo… y después de comer emprendí de nuevo la búsqueda del lugar acordado, aunque esta vez resulto más sencillo. Quizás no querías que me perdiera, no lo sé. Y no intentaré plasmar con palabras los días siguientes, sería incapaz de hacer justicia a mi memoria, a ese tiempo mágico que compartimos. Nos encontrábamos cada día en un sitio nuevo para acabar las noches enredados en el cuerpo del otro entre besos y caricias. Cada mañana, las notas llegaban después del desayuno, en alguna terraza, con un beso rápido en los labios, como si te costase separarte de mí.
Mi última mañana en Roma no hubo nota, y el beso no fue breve, mi vuelo partía de vuelta a casa y decidiste pasar ese último día conmigo. Paseamos y reímos por lugares que habíamos compartido, recuerdo pedirte el número de teléfono mientras me dejabas en una parada de taxis cogidos de la mano. Un último beso, una nota deslizada entre mi ropa, y te vi marchar. Me quedé esperando que te volvieras, deseaba que lo hicieras, tener un último atisbo de ti, pero no sucedió.
El contenido de esa última nota, lo reservaré para mí, recordaré mi viaje con cariño, sabiendo que, cada vez que vea una de las muchas fotos, recordaré todo lo que compartimos, que una eternidad no parecía suficiente tiempo a tu lado, y qué en el fondo, no podía ser.
Roma, siempre me susurrará tu nombre.
Firmado: D.