Siempre voy leyendo. Cada mañana intento adivinar cómo sería mirarme desde fuera, como si saliera de mi cuerpo y me observara de lejos, sentada a pocos metros, en otro asiento. Leyendo concentrada, con esa cara seria que se me pone que parece de enfadada (lo sé porque cuando levanto la vista y miro mi reflejo en el cristal de enfrente me sorprende el ceño fruncido, las cejas en alto y el morro ladeado). Siempre metida en las letras, sumergida, rendida, anclada. Siempre. Y cuando no las leo, las escribo. Mordisqueo la tapa de mi asqueroso boli azul cuando no sé cómo sintetizar lo que me viene a la cabeza. Y lanzo una mirada al infinito, de esas que hacen pensar a la persona que está en esa misma dirección (la del infinito) que la estás mirando a ella, pero no. Y entre tanto buscar y buscar palabras, comienza a acelerarse mi respiración. Y no puedo evitar pensar que si algo me tiene que acelerar la respiración, que sean las letras y no otra cosa.
Cada mañana veo a las mismas personas. Somos vidas paralelas que no acaban de juntarse, que van al mismo lugar pero a hacer cosas diferentes. Compartimos solo un cuarto de hora o poco más al día, que en el fondo ya es, porque con este maldito estrés de vida, hay amigos a los que veo menos que a esas personas del metro. Es curioso, porque al final te entran ganas de preguntarles cómo han dormido o cómo se presenta la jornada. Son cosas que obviamente no haces, pero por pensarlas… que no quede. O igual es que yo vivo siempre en un guión de película constante, imaginando situaciones, personajes y finales. Igual el resto de gente no se hace las mismas preguntas que yo me hago. Pero a fin de cuentas… qué más me da. Solo sé que a veces sí que pienso en qué pensarán, sobre todo cuando noto que tratan de averiguar qué estoy leyendo o cuando sin querer siento que se preguntarán por qué siempre voy sola. Casi todo el mundo con quien me encuentro a diario va con otras personas. En cambio, yo no. Hago ese viaje sola y lo cierto es que adoro esa soledad de por la mañana (lo adoro casi tanto como al horrible café de máquina).
Y a veces, tal vez por ese afán que tenemos todos de querer ser un poco el centro de atención, me pregunto si intuirán a qué dedico mi tiempo. Si se reflejará en mis manos que lo que más toco a lo largo del día es un teclado. Si se nota en lo poco que ven del brillo de mis ojos que viviría hasta el día final de mis días por y para escribir. Puede ser. Puede que lo que guardo por aquí dentro sea tan fuerte que proyecte una especie de trailer de mis sueños hacia el exterior.
Pero lo que no sabrían aunque me preguntaran, es que si leo tanto es para mantenerme viva por dentro, pero no porque no se lo quisiera contar, sino porque entiendo que puede ser difícil de comprender. No es simple evasión o distracción: es lo que mantiene mis pies a un metro sobre el suelo —por no decir a tres, que parecerá que me copio de Moccia—, es el impulso, el choque de mis esperanzas contra mi racionalidad; la realidad que espero cimentar para mi futuro. Es mi raíz, mi carretera de único sentido, la forma que he encontrado para permanecer en mi mundo. Leer es hablar conmigo misma, suponer, matizar, recrear, inventar rostros, voces, calles y cafés. Todo junto y a la vez. Y lo más importante que produce en mi eso de leer, es que despierta —y cada vez de una forma más profunda y significativa— las ganas de escribir.
Por ello, cada mañana de camino al trabajo necesito llenar la mente de palabras e historias. Por ello meto la cara en una pantalla o en una libreta, o en un libro de los de papel, de los de siempre. Por ello trato de no girar la cara a lo que de verdad aspiro a encontrar cuando busco entre tantas páginas. Porque si por un momento, aunque solo fuera por un instante les diera la espalda, sé que algo muy dentro de mi moriría. Moriría la niña de los cuentos, la chica de los test de la Super Pop, la mujer enamorada. Morirían las tardes mirando desde el balcón, las noches de cara a este ordenador, los correos llenos de sentimientos, los primeros mensajes, los paseos a solas por el centro, las horas y horas escribiendo párrafos inconexos. No. Jamás podría girar la cara y perder de vista todo eso, todo lo que provocó el arte, el vino, lo dulce y lo amargo. Tanto, tanto, tanto… y tan poco.
Si esa parte muriera, si ignorara mis sueños desoyendo todo los gritos que me nacen desde dentro, sé que la parte se convertiría en el todo y toda completa yo, moriría.
Y cada vez me voy entendiendo mejor. Cada día que pasa en esos trayectos en el metro, más me voy conociendo. Voy reconociendo cada palabra que retumba en mi torpe corazón cuando la leo. Voy sintiendo cada hoja, cada línea y cada anotación como si fueran partes de mi propia vida. Y sé, cada vez tengo más claro el porqué de mi manía por doblar las esquinas en lugar de usar marcapáginas. Las doblo para dejar constancia de que estuve ahí, en ese párrafo, justo en esa palabra. Las doblo para que ese libro sea un poco más mío, para que mis acciones puedan alterarlo un poco del mismo modo que él me altera a mí. Las doblo de forma egoísta, dejando mi huella, apuntando hacia lo que no quiero que se olvide, hacia lo que no quiero que se pierda. Mejor dicho: doblo las esquinas para no perderme.
Supongo que lo doblo todo, que lo arrugo todo, que le pongo mi apunte a todo para que no quede en el olvido. Supongo que tiemblo pensando que pueda perder el hilo de la historia, el hilo de las historias en general, el hilo de mi propia historia. Si giro una esquina, sé que por lo menos algo sé dónde se queda. Sé que no me perderé, sé que sabré dónde estoy y hacia dónde me dirijo. Puede que por eso adore los libros, porque alguien ya se ha encargado de escribirlos, porque la historia no depende de mí, mi única responsabilidad es saber por dónde voy y marcarlo.
Ojalá fuera tan fácil todo lo demás.
Ojalá todo fuera tan simple como girar una esquina para no perdernos.
Y mañana de nuevo al metro, a compartir quince minutos con todas esas personas que ni se imaginan todo lo que escribo.
M.
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