Distancia: 18 Km.
Tiempo empleado: 4 horas.
Incidencias: sol y calor.
A tener en cuenta: No hay pueblos, ni tiendas ni casi sombra
La noche anterior no escribí nada.
Los acontecimientos, la charla con D. y la paliza acumulada no me habían dejado descansar bien. Me apetecía estar solo y hoy iba a ser el día ideal para conseguirlo.
Entre Carrión de los Condes y Calzadilla de la Cueza vamos a caminar por el mayor tramo solitario de todo el Camino Francés, es decir, en unos 15 kilómetros no hay nada. No hay pueblos, no hay fuentes, no hay tiendas, no hay... al menos en teoría.
Físicamente no se trata de un tramo duro, pues es absolutamente llano, pero el problema vuelve a ser el mismo, la falta de sombra combinada con una climatología extrema muy propia del altiplano castellano puede hacer que esta etapa se convierta en un pequeño infierno.
He leído comentarios de peregrinos que describen éste como el peor de todos los tramos en el Camino, pues a lo largo de todo él caminas solo, sin nada más que el sonido de tus pies y tu respiración y hay gente que no se lleva muy bien consigo misma. Sin embargo, es lo que yo buscaba ese día, estar solo.
Podría haber alargado más la etapa, fácilmente hasta Ledigos o incluso hasta Terradillos de los Templarios o Moratinos, pero la verdad es que no me apetecía, quería una etapa tranquila. De vez en cuando hay que hacer este tipo de etapas si tu tiempo te lo permite, no creo que haya que ir todos los días haciendo machadas y destrozándote el cuerpo y es mejor caminar unos pocos kilómetros dos días que quedarte uno parado.
De todos modos, por muy corta que fuese la etapa, convenía comenzar temprano, estaba desarrollando una fobia al sol tremenda, no estaba dispuesto a pasar un segundo más de lo necesario a temperaturas como las de los días anteriores.
Así que después de desayunar unas insulsas tostadas con mantequilla y mermelada y un café asqueroso (que pena que en plena Castilla te sirvan un pan tan malo porque eres un peregrino que no volverá, pero ya sabéis lo que opino al respecto) me puse en marcha con el grueso de los peregrinos que iban saliendo de albergues, hostales y hoteles.
A la altura del monasterio de San Zoilo alcancé a los minúscol@s taiwaneses. Me entretuve un rato intentando adivinar su sexo, pero acabé desistiendo y las adelanté. Me llamaba mucho la atención cómo dos personas con un físico tan adecuado para la caminata (pequeñas y esbeltas, casi minúsculas) caminaban tan despacio...
Y así, desde la salida de Carrión comienzas una caminata larga y recta en la que vas adelantando peregrinos y otros te adelantan a ti en una monótona secuencia.
Atención, cuidado, los primeros kilómetros son llevaderos, aún no hace calor y hay sombra, pero a medida que vas cubriendo distancia, la arboleda desaparece para dar lugar al paisaje más espectacularmente duro que se puede ver a lo largo de todo el Camino.
La tierra reseca y parda, el cielo absolutamente azul, los pies ardientes, la boca seca, el cuerpo sudoroso, la cara polvorienta y tu completa soledad. Por fin tenía lo que quería.
Este tramo es el único de todo el Camino que parece corresponderse con el original trazado, pues es sabido que seguía la ruta de la calzada romana entre Astorga y Burdeos (la Vía Aquitana y debajo del Camino actual, ¿un metro por debajo?, aún está la calzada.
De todos modos, si vais en un período más o menos normal, puede que no sea tan duro como te lo pinto, porque al menos en algún punto encontrarás a alguien que te ofrezca un bocadillo y una cerveza en algún claro, como me ocurrió a mi y lo compartí con la coreana que había pasado de tímida a directamente muda y solitaria. Una esfinge coreana
A mitad de etapa me encontré con Roberta, iba sola y realmente mal. Cojeaba ostensiblemente, caminaba muy despacio y era evidente que no iba a ir más allá de Calzadilla de la cueza. Pregunté si iba bien, me dijo que no, pero que aguantaría, así que adelanté.
Los últimos kilómetros son imponentes, la vista se pierde en el horizonte y te apetece llegar lo antes posible. La sed me apretaba y eso que era bastante pronto. El agua que llevaba no me apetecía, estaba realmente caliente, así que la eché por la cara, y los brazos, al menos me sirvió para quitarme el polvo del camino.
Cuando ya vislumbraba la población de Calzadilla y apreté el paso, una maravillosa mujer inglesa de unos 60 años y 30 kilos me pasó como un misil. Impresionante, seguramente esa mujer tenía en sus piernas muchos más kilómetros de los que yo llegaré jamás a sumar.
Al fin llegué a Calzadilla de la Cueza, una población minúscula y uno de los mejores finales de etapa del Camino. Yo iba al Hostal Camino Real, lugar en el que estaban parando todos los peregrinos, tanto los que se pensaban quedar como los que sólo querían paliar la sed. En el pueblo también hay un albergue privado gestionado por los dueños del hostal y que cuenta con una piscina, lo cual es un auténtico lujo.
Antes de subir me encontré con Ramón y D., que estaban refrescándose en una fuente que había al lado del hostal. D. no quiso ni mirarme, el también quería quedarse solo. Supe que ese día nos dejaría a todos, yo me quedaba en Calzadilla y Ramón quería ir hasta el siguiente pueblo, aunque esperaba a Roberta. Le aclaré que venía muy por detrás y rota, por lo que tardaría mucho y no pasaría de allí.
Nos despedimos, pensé que no volvería a ver a ninguno de los dos, me equivoqué.
Era poco más de medio día. Me hice con la llave de la habitación, me di una ducha y bajé de nuevo. Me tomé una cerveza y me leí el periódico en la terraza del hostal. No creo que hubiera mucha gente en el mundo que se sintiera mejor que yo en aquel momento.
A eso de las dos y media entré en el comedor. Comida sencilla, servicio rápido, magnífica sensación. Por cierto, comí melón con jamón, subí la foto a Instagram y le comenté al Comidista que sería comida viejuna, pero que en aquellas condiciones sentaba de maravilla.
Café, siesta y piscina en el albergue. Por cierto, a eso de las cinco de la tarde llegó Roberta, estaba destrozada y aún así sonreía, una gran mujer. La dieron comida y cobijo y se fue directamente a la cama.
A la hora de cenar, a eso de las 8 de la tarde, me encontré con la familia americana de origen indostaní que ya había visto anteriormente. Intenté ayudarles y establecimos una animada conversación en mi penoso inglés y en su casi nulo español. Cosas del Camino.
Así, les expliqué que el gazpacho que se estaban bebiendo sin mucha convicción era muy típico en España en verano. Andaban bastante perdidos en cuanto a la gastronomía española e intenté darles respuestas, aunque dudo que lo consiguiera.
Era una familia y amigos, un grupo extenso: un matrimonio de mediana edad, la hermana de él, una hija veinteañera y un para de amigas en edad de jubiliación. La chica joven estaba deseando llegar a Galicia para probar el pulpo, palabra que provocaba inmediatamente gestos de reprobación y asco en el grupo, que el único marisco que conocían era la Langosta. Cuando les expliqué que en Galicia habría mucho más marisco para elegir no creo que les provocara mucho más interés.
Hablamos un rato más de la geografía y la historia de España y el Camino. Fue un placer, era una gente realmente encantadora y muy valiente. A su edad y condiciones hacerse el Camino desde Roncesvalles hasta Finisterre tiene mucho mérito.
Lo mejor fue cuando me comentaron asombrados la cantidad de gays adultos que se habían encontrado en España y la maravillosa libertad con la que lo expresaban, incluso allí mismo, en un pueblo de 75 habitantes... aquello me dejó un poco perplejo, pero al principio no caí, hasta que... hasta que tres lugareños que superaban los cincuenta se acercaron al lugar y se pidieron "tres claretes" y entonces la familia me los señaló con discrección, ¡creían que eran gays porque bebían vino "pink"!. Me contaron que en Denver nunca un hombre pide un vino rosado, es algo de mujeres o, más aún, una declaración explícita de ser gay. Curioso. Les expliqué que, de hecho, era el vino históricamente más común en la zona y entonces ya si que les descoloqué. El padre de familia me dejó claro que jamás había bebido vino "pink" y jamás lo haría.
Se fueron a dormir, me quedé solo.
Cené en el bar, en una mesa frente a la tele un embutido que el hombre que estaba en la barra me seleccionó. Fue una delicia, un verdadero placer. Terminé la jornada en la terraza, mirando al vacio infinito, sintiéndome pequeño pero fuerte, decidido, renacido... me volví a sentir peregrino.