La vida del niño de los setenta empezaba a complicarse principalmente porque estaba dejando de ser un niño.
Su salud era mala, como siempre, y empezaba a sospechar que eso no sería suficiente para ganarse el cielo, tal como le prometían a modo de ánimo cuando el asma lo asfixiaba.
De alguna manera se daba cuenta que algo falso había en sus buenas notas y en el aprecio de sus profesores, presagio de su rotundo fracaso en estudios superiores y que puso en su sitio una sobrevalorada inteligencia.
Las niñas de ayer que le incluían en sus juegos de cocinitas se habían convertido en las mujercitas del hoy para las que, el niño de los setenta, ni existía.
Por todo ello, el niño de los setenta pensó que estaba jugando la partida de ajedrez decisiva, la que le proporcionaría el momento más alejado de la mediocridad, en la que estaría en toda su existencia.
Su rival, un compañero de clase, era todo lo contrario que el niño de los setenta. Sano, brillante, ingenioso, inteligente y perfectamente visible por las mujercitas de hoy, incluso llegaría a ser un reconocido profesional de los medios de comunicación. Nada en el estaba sobrevalorado, salvo su talento para el ajedrez. Pues partiendo como favorito, fue vencido por el niño de los setenta.
El niño de los setenta no recuerda si jugaba con blancas o negras, sólo recuerda que la partida duró poco y que no hubo celebración, ni fanfarria ni gloria. Un “has ganado” y ya puedes irte para casa. El trofeo se lo dieron en la fiesta de final de curso. Hoy comparte polvo en un mueble de su casa, con la orla de la carrera de ingeniero que no acabó y su diploma que acredita que completó con éxito el curso de aprender a montar en bicicleta para mayores de 30 años.
2017.
El hombre que fue el niño de los 70 tiene una vida normal, como la de cualquiera. Su salud no es tan mala, incluso a veces parece que es buena. Su inteligencia está bien acotada y se dedica a lo que sabe hacer y las niñas de ayer son las mujeres de hoy que, para el hombre que fue el niño de los setenta, ni existen.
Sí, su vida estaba un poco estancada, él se veía a menudo como un viejo velero varado. Pero la Tramontana, comenzó a soplar con fuerza y las velas de sus viejos mástiles se desplegaron y aunque cada madero de su casco cruje y algunos cabos se rompen, navega sin miedo al mar y con ilusión por saber que hay tras el horizonte.
Por todo ello, hoy perderá feliz la partida de ajedrez que lo enfrenta con su sobrino de seis años al que acaba de enseñar a jugar. Piensa que dejarse ganar puede que ayude a su pequeño oponente, a comprender mejor en que consiste el jaque mate, ahora que ya sabe colocar las piezas en su sitio y como se mueve cada una de ellas.
El niño de 1979 ha enseñado a jugar al ajedrez a un niño del 2017 y va a perder la que es, ahora sí, la partida decisiva de su vida y pese a la derrota, habrá celebración, fanfarria y gloria.