Hubo un tiempo en el que el simple acto de presenciar un beso o una escena de cama no distaba mucho de la sensación que la misma acción real proporcionaba. En épocas anteriores, menos dadas a un acceso sin restricciones a placeres y liberaciones, la pantalla servía como válvula de escape para jóvenes y no tan jóvenes, que acudían al cine a formarse y a experimentar, siempre y cuando la censura no se interpusiese en su camino.
A día de hoy, habiendo la sociedad ido perdiendo gradualmente el pudor tal vez hasta olvidar su significado, el cine realiza una introspección, se rompe la cabeza para averiguar como poder ayudar en esta ocasión al espectador actual. Y se da cuenta de que el mayor enemigo del hombre es el rencor hacia las formas, hacia la burocracia y de alguna manera, hacia el resto del mundo. Todos entes invisibles e intangibles a los que no sabríamos señalar (porque habría que señalarse primero a uno mismo) y no podemos derrotar. Y nos deja, gracias a películas como Relatos Salvajes vivir durante unas horas algo parecido a una experiencia real en la que el individuo vence al sistema.
La película se conforma con varios sketches de unos veinte minutos de duración, todos maravillosamente interpretados y narrados, todos con una auténtica cohesión global con el resto, nada de bruscos cambios de calidad, intensidad, interés o temática. No me extraña que los productores (Pedro y Agustín Almodóvar) hayan perseguido durante mucho tiempo este guión y a este director, Damián Szifrón.
La cinta es divertida a rabiar, los "dejes" argentinos (léase arhentiinoh) favorecen su recogida en nuestro país, pues se recompensa el esfuerzo inconsciente que ha tenido que hacer el espectador frente a cierto vocabulario (lo divertido de un chiste es directamente proporcional a la cantidad de sorpresa tras el trabajo al descifrarlo) y Ricardo Darín está espléndido en una de las mejores partes del film.
En una frase: si no les hace gracia, es que son ustedes funcionarios.