El espectador medio suele acudir a las salas de cine con un buen puñado de prejuicios. Es inherente al cine, como parte de la cultura, ser potencial objetivo de diferentes niveles de interpretación, y que estos a su vez nos provoquen rechazo u aceptación a medida que se alejan o se acercan de nuestra posición.
Algunos de estos prejuicios los conocerán ustedes. "El cine español solo trata de películas de la guerra civil" (últimamente acompañado de otro no menos falso como es "el cine español ya nunca jamás de los jamases trata de películas de la guerra civil"), "las películas de acción no tienen un buen guión", "el protagonista nunca muere", "el cine europeo es aburrido", "no se hace cine como el de antes", y un larguísimo etcétera.
De entre todos estos, abunda uno más, que tiene difícil resumen en una sola frase. Es la idea de que la experiencia del propio espectador, su vida, alguna de sus vivencias, es suficiente material para rodar una película per se. Sin tratamiento ni modificaciones vaya, usted coloca la cámara en una escena propia de la cotidianidad de su hogar y la autenticidad hará flotar una increíble historia. Pero sin guión ni leches ¿eh?
Esta idea es terriblemente nociva por varios motivos. En primer lugar porque es falsa. Hasta manifestaciones audiovisuales de una calidad tan puesta en duda como Gran Hermano necesitan de un tratamiento y del trabajo de profesionales como guionistas, directores, técnicos o decoradores.
En segundo lugar, porque de la asunción de esta idea se diluye otra mucho más perjudicial, pero por desgracia muy arraigada, y es que los profesionales del mundo audiovisual, o bien están sobrevalorados y no poseen más talento que el resto de nosotros, o bien son simplemente innecesarios.
Ya saben de que hablo, la vieja historia. A Pablo Picasso le piden un dibujo, traza un par de líneas en una servilleta y pide medio millón de dólares. "¿Medio millón?" le preguntan.
"Pero si ha tardado cinco minutos".
A lo que Picasso responde "pero me ha llevado toda una vida aprender a hacerlo en cinco minutos".
De hecho hoy en día tal vez solo ciertas profesiones casi milenarias se libren de una obligada confusión inicial de la opinión pública hacia su forma de ganarse la vida (más concretamente en España, donde si uno no es exactamente de ciencias o de letras tiene un bonito futuro de explicaciones por delante).
Así que quédense con esa idea: su vida no sirve para una película, ni para un corto, ni para un monólogo, ni para un libro. Tampoco esa conversación con un amigo, ni aquella anécdota con aquella mujer, ni ese otro chiste que le contaron. Necesita, como mínimo, de trabajo y esfuerzo por parte de personas que conozcan los entresijos y las normas de la creación, sea cual sea el campo en el que usted quiera plasmar sus vivencias.
Pero esto ya lo sabían, porque es muy sencillo. Simplemente piensen en esto: en aquel mundo hay reglas, reglas probadas, que han funcionado durante años y años, desde Homero hasta Tarantino pasando por Lope de Vega y Mary Shelley. Si bien estas normas pueden adquirir multiplicidad de formas hoy en día, alejándose de la búsqueda de un público determinado, con presupuestos reducidos y aprovechando nuevos medios (como Internet, que todavía es fuente de numerosas oportunidades), la búsqueda de una mayor trascendencia nos llevará inevitablemente a adquirir una mayor profesionalidad y a depurar métodos.
En realidad es más fácil que una historia sin aparente interés, una vez sometida a tratamiento, cobre vida como una trepidante obra de arte. Y para ejemplificar todo este asunto, adentrémonos en el mundo del biopic.
Basado en una historia real. Un poco.
"A lot can happen in the middle of nowhere."
Tagline de la película Fargo
Un biopic es una película biográfica, la dramatización de una serie de eventos de la vida de un personaje real llevada al cine (o a la televisión). Normalmente la adaptación no es directa, sino que se produce desde una biografía, un artículo o un reportaje, habitualmente también coincidiendo con algún hecho que resucita al personaje en cuestión para la opinión pública (su cumpleaños, el aniversario de su muerte/nacimiento/boda/bautizo/primera comunión). En las nominadas al Óscar a mejor película de este año existen, al menos, cuatro ejemplos de este género: Capitán Philips, Doce Años de Esclavitud, El Lobo de Wall Street y Dallas Buyers Club.Todas ellas consisten en el paso a la gran pantalla de la vida de algún personaje real.
Centremos nuestra atención en Dallas Buyers Club. La película trata la historia real de Ron Woodroof, un electricista de Texas que a finales de los años ochenta dejaría su trabajo tras ser diagnosticado con el virus del sida, para comenzar una masiva operación de contrabando de medicamentos que le permitiesen continuar con vida, y de paso crear un rentable negocio de venta al público. A Woodroof se le diagnosticó un mes de vida en 1986. Murió en 1992.
¿Qué podría salir mal?
La película bebe de varias fuentes. Básicamente, todo se encuentra en un exhaustivo reportaje de 1992 para la revista Dallas Life Magazine por el reportero Bill Minutaglio, el primer periodista en realizar una aproximación real a la figura del emprendedor Ron Woodroof.
El film sigue las reglas principales de un biopic: definir muy bien los esfuerzos del protagonista, presentar un origen que tendrá relevancia a lo largo del relato y exponer de forma clara sus objetivos y quienes son los que le impiden llevarlos a cabo. Coloca a un personaje en un mundo ajeno, lo cual ocurre prácticamente siempre (Ray Charles contra el racismo, Howard Hughes en el mundo del cine, Larry Flint contra la ley y la seriedad en los Estados Unidos, el tartamudo rey de Inglaterra en el mundo de la radio y la comunicación) y además, es una forma de ejercitar la parte más cómica del protagonista. Esta parte cómica se verá reforzada por el inventado papel de Rayon, el transexual que interpreta con acierto Jared Leto, la oposición a una misoginia inicial que más tarde será comedy buddyy finalmente emotivo amigo y papel secundario inestimable.
Dallas Buyers Club, como buen biopic, es capaz de mostrar al espectador la esencia de la vida de su protagonista y consigue también trascender de forma moderada, dejándose llevar por el mensaje implícito en las acciones del propio Ron Woodroof: superación, resistencia, lealtad a unos ideales. Pero para conseguir esto tiene que limar asperezas y crear inexistentes herramientas (personajes).
Porque esta es la esencia de la realidad biográfica llevada a la gran pantalla: anteponer un mensaje claro y de calidad a una precisión histórica, más pensada para el género documental.
¿Entonces todo vale?
¡Una limosna para un ex leproso!
La Vida de Brian
Volviendo a la reflexión inicial sobre los diferentes niveles de apreciación, es difícil imaginar un escenario en el que todos nos pongamos de acuerdo sobre cuándo un biopic traiciona la historia original o cuándo simplemente se toma ciertas licencias para hacer esta más clara, emotiva, y finalmente cinematográfica. Así como yo he defendido Dallas Buyers Club, muchos otros (incluso algunos de los involucrados en aquella época) han hecho referencia y criticado un ciertamente presente retrato de la comunidad homosexual de la época como un grupo de lastimosos desinformados y desvalidos a los que el heterosexual casi modélico salva por cuenta propia, olvidando también el fenómeno nacional de los "buyers clubs" y finalmente dando una inexacta imagen de los avances médicos de la época.
De nuevo críticas que podrían ser enmarcadas dentro de lo "necesario" para que el relato adquiriese lenguaje cinematográfico, pero que no dejan de ser relevantes.
Expondré, para finalizar, el caso de un biopic reciente que considero sobrepasa el proceso de adaptación a la pantalla para acabar por convertirse en un producto procesado y carente de integridad. Me refiero a El Mayordomo, de Lee Daniels.
La película El Mayordomo, una de las que parecían tener alguna posibilidad en la carrera por el Óscar este año, pero que finalmente se fue de vacío en las nominaciones, cuenta la historia de Eugene Allen, quien habría trabajado en La Casa Blanca durante treinta y cuatro años y conocido al menos a ocho presidentes de Estados Unidos.
La película comete dos errores importantes en su adaptación. En primer lugar fabrica una familia hecha a medida de un culebrón, en la que introduce un inventado hijo problemático que carga con todo el peso de la trama. Sus desventuras si son trágicas, pero vienen acompañadas de un tratamiento tan liviano y una obsesión por narrar episodios históricos tan presentes en el imaginario colectivo, que no representan ningún conflicto real para el espectador. Además, hacen que el chaval se convierta en el motor de la cinta, mientras que su sumiso padre pierde interés y se mantiene en una mera anécdota.
Y en segundo lugar el film pretende agradar de manera tan descarada, envolviendo su mensaje en un bonito lazo rosa de aquí no ha pasado nada que incluso para un blanquito de clase media del otro lado del charco resulta repugnante. En un país donde las desigualdades económicas y frente a la ley son todavía más que palpables entre negros y blancos, ofrecer la llegada (cuatro años después) de un presidente negro a Washington como el final o el remedio a todos los problemas de racismo es tan grave que haría palidecer a Martin Luther King del susto.
Tal vez El Mayordomo no sea una mala película, pero si resulta un descarado intento de propaganda. Y este no debería ser motivo en el biopic para traicionar su realidad documental.